viernes, 22 de marzo de 2013

ETIQUETAS


En España hay un grave problema que se viene generando desde hace mucho tiempo y se va agravando con el paso de los años: el de las etiquetas.

            A toda persona, privada o pública, en cuanto gesticula, habla o expresa sus sentimientos, se le clava en su perfil una etiqueta que le marca de por vida y le limita ante los demás ya para siempre.

            Todo lo etiquetamos. Aquí se es de derechas o de izquierdas. No hay término medio. Hay blancos y negros absolutos, ningún gris. Y ya puedes hacer o decir cuanto quieras que de nada te vale. Si te han etiquetado de derechista, ya hables a favor de los pobres, de la indignidad de los poderosos, del ladroneo de señoritos, banqueros y empresarios, de la paz, la igualdad, la libertad y la fraternidad y en contra del capitalismo..., no eres más que un fascista, un carca, un reaccionario y un retrógrado disfrazado, por más, además, que vistas con telas haraposas, te dejes la barba, lleves el pelo sin peinar, parezcas sucio y te pongas al cuello el pañuelo palestino. Y si te han etiquetado de izquierdoso, por más que hables de tradiciones, de valores, de creencias en Dios, de estar en contra de la empresa pública, del aborto y de la cultura y el arte subvencionados..., por más que te vistas con traje y corbata de Armani, lleves un mercedes, pares y comas en hoteles y restaurantes de lujo, y tengas propiedades, millones en paraísos fiscales y bajo la cama, te seguirán llamando camarada rojo.

            Aquí no vale lo que tú pienses y digas que eres, sino lo que los demás piensan y dicen que eres. Y es un grave error que, de no variarse, no llevará a nada bueno, porque mata las conciencias, ciega las miradas y genera violencia. Cada vez nos empeñamos más en poner etiquetas y, mirándolas, salir en defensa a ultranza, o airadamente en contra del sinvergüenza y embustero de turno según sea de los míos o no.

            Todo esto, al fin, triste, muy triste, y que se solucionaría, sencillamente, con dejar de poner etiquetas en la espalda de la gente. Por sus obras los conoceréis. Y porque además cada uno puede decir libremente que es de derechas o de izquierdas, y merecer tanto unos como otros el mismo respeto... Como también es digno del máximo respeto el que exprese nos ser ni de uno ni de otro bando. Los que no son dignos de respeto son los corruptos y mentirosos, porque esos no tienen color, ni bando, ni ideología, son solamente ladrones y falsos. Y con éstos, consideración y tolerancia cero. Absolutamente. Todos en contra de ellos a muerte: y a devolver el dinero y a la cárcel.

viernes, 1 de marzo de 2013

LA LECCIÓN DEL PAPA BENEDICTO XVI


El día 28 de febrero de 2013, a las ocho en punto de la tarde, la guardia suiza pontificia dejó la vigilancia y las puertas del palacio papal de Castel Gandolfo se cerraron. En esos instantes, el Papa Benedicto XVI dejaba vacante la silla de Pedro.

            El Papa, mejor dicho, Joseph Ratzinger, volvía a la soledad, a encontrarse consigo mismo, con su yo de entonces, de cuando decidió seguir en los primeros años de su vida a Cristo desde la entereza de su corazón para darse a los demás desde sus talentos y, sobre todo, poder alcanzar la salvación eterna.

            No nos engañemos, todo cristiano, todo católico convencido de verdad, en el fondo, sobre todas las cosas, espera, confía en que cuando llegue la hora de su muerte, cierta e inevitable, de la que no se puede escapar, Dios lo abrace y lo recompense resucitándolo para que goce de su banquete eterno.  

            De ahí que todo cristiano, católico de verdad, intente alejarse del pecado, estar en paz con su conciencia. Nada le agradan las luchas ni nada material le mueve. Todo lo contrario, sabe que muchos de los que lo rodean no hacen más que medrar a costa suya, ansían poderes y privilegios, andan envueltos en la hipocresía más denigrante, son sucios, falsos, traidores, hasta satanases disfrazados de luz... Y un Papa tiene que luchar contra ellos, y encima de manera prudente, pacífica, nada escandalosa... Y así un día y otro. Agobiante. Cada mañana sobre la mesa de su despacho cientos de documentos indignos, amenazantes, divisorios, desconcertantes... a los que dar respuesta y solución. Cada tarde, presiones, solicitudes, críticas, denuncias, intolerancias, relajaciones... Y claro, llega el momento en que un Papa, pasados ya los ochenta, cansado, delicado de salud, por muy Papa que sea, se mira a sí mismo y se da cuenta de que no puede más, y lo que es peor, se irrita, se desconcierta, sufre, no comprende, se harta..., y, claro, él mismo se ve perdiéndose en medio de la jungla de las oscuridades. De ahí que, lógicamente, haya decidido retirarse a la soledad más absoluta para encontrar esa paz del peregrino que anda ya su última etapa, y unirse así, sin sombras, en alma y cuerpo, con el único que tiene en verdad que hacerlo, olvidándose de todo y de todos, con su Señor Salvador.

            Y eso ha hecho Benedicto. Y ha sido valiente hasta el extremo, y más después de la lección de su antecesor Juan Pablo II, que murió abrazo a la cruz del dolor, cayéndose de anciano y enfermo, siendo fervientemente alabado por todos y puesto como ejemplo a seguir por la misma Iglesia. Benedicto ha sido valiente y no ha seguido esos mismos pasos. Su paz y su salvación ante todo. ¿Para qué quiere uno el mundo si pierde su alma? Benedicto así, ha dado, al mismo tiempo, toda una lección a tanto mequetrefe mundial agarrado al cargo como una ventosa. Pero Benedicto he hecho más, nos ha mostrado un sendero, nos ha abierto una puerta al futuro, tanto a próximos papas como a todos los seguidores de Cristo. Yo mismo, en cuanto pueda, en cuanto vea que mis fuerzas no responden al vigor que necesito, seguiré su ejemplo, y me retiraré a mi convento particular de clausura, lejos de todo y de todos, para sólo orar, meditar y estar con quien ha de ser mi juez, mi luz, mi descanso y mi eternidad. La selva en la que habitamos está cada vez más llena de hienas, buitres y serpientes, algunas tan venenosas que, si te descuidas, cualquier picadura te puede llegar a cegar y costarte la muerte para siempre. Demasiado peligroso y demasiado en juego como para andar a cierta edad metido en la vorágine.