jueves, 19 de septiembre de 2013

EL DAÑO DE LOS CRISTIANOS INCOHERENTES

El Papa Francisco, en el vía crucis de Copacabana, con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Brasil recientemente, dijo así:“Jesús se une a los jóvenes que han perdido su fe en la Iglesia, e incluso en Dios, por la incoherencia de los cristianos y de los ministros del Evangelio.”

            Pero quizás al Papa se lo olvidó, o no quiso ir a la otra cara de la moneda. Porque si muchos jóvenes y no tan jóvenes se han apartado de la fe, de la Iglesia y de Dios por la incoherencia de los cristianos, y el Señor, sin embargo, se une a ellos, cuánto no, por el contrario, se desunirá y alejará de quienes son los causantes de ese apartamiento.

            Porque causantes los hay y muchos. En mi ciudad, sin ir más lejos, como en todos los lugares, no hay más que ir a una misa o presenciar una procesión, de las muchísimas que se organizan, para ver a algunas personas indignas ocupando los primeros bancos y yendo las primeras a comulgar con rostro compungido para marchar después, haciéndose notar, al lado de la imagen de Cristo o de la Virgen por las calles con la bandera, el varal o la vela... Cabezas altas, pecho fuera, paso firme, altivez, jactancia y orgullo...

            Personas indignas, digo, porque son los escribas y fariseos de nuestros días, a los que Jesús desenmascaró sin contemplaciones. Escribas y fariseos que atacan a sus propios hijos, siembran cizañas, roban sin cesar, comercian con engaños, gustan de adular a curas y monjas, piden para los pobres y se lo quedan, dicen ser lo que no son, usurpan cargos, mienten, calumnian, avasallan, se venden, traicionan... y son tragones y comilones hasta reventar.

            Personas malas las hay alrededor de cada uno de nosotros, no cabe duda... Mas ellos saben que lo son porque gozan haciendo daño y, en su rabia, envidia y maldad, se acartonan, pero sin embargo no pisan una iglesia y huyen del Señor como de la peste. Para éstos, simplemente desprecio. Para los otros, aquéllos que son igual de malos o peor, pero van a la iglesia y comulgan y procesionan para que los vean y dar así la imagen de lo que no son, los hipócritas de libro, los verdaderos sepulcros blanqueados, no sólo desprecio sino lástima, porque tarde o temprano pagarán su fechoría. La fechoría de que por culpa de personas como ellos, muchos jóvenes y no tan jóvenes, se apartan del camino de la fe y de Dios. Como un familiar mío, su esposa e hijos, católicos ejemplares que desde hace un par de años abandonaron la Iglesia porque –dicen– no pueden pertenecer a una institución sagrada y fraternal en la que han de encontrarse dentro de ella con la maldad personificada. Personificada en un matrimonio que les viene persiguiendo y haciéndoles la vida imposible, usurpando, maltratando, injuriando, calumniando, levantando falsos testimonios, incluso denunciándolos a la justicia, que hasta por dos veces ha tenido que archivar las falsas denuncias y los recursos correspondientes... Un matrimonio meapilas que aparece con cara de no haber roto un plato en las misas y en todas, absolutamente en todas las procesiones de Úbeda a la sombra de una cofradía y grupo de adoración él, y de la bandera de una reconocida asociación mariana ella. Un matrimonio raza de víboras, falso y siniestro que podrá engañar a unos pocos algún tiempo pero que acabará desenmascarado por todos todo el tiempo. Ya casi lo están, ya estarían completamente solos de no ser porque se han aliado con los que obran el mal y son ateos e idólatras. Como Caifás, sacerdotes, escribas y fariseos se unieron con Pilato y los suyos para acabar con Jesucristo. ¡Qué tremendo! La Historia no deja de repetirse.




martes, 3 de septiembre de 2013

EL AJEDREZ DE LA VIDA

El ajedrez tuvo sus inicios en la India, de donde pasó a Persia y de allí a Europa, que lo desarrolló en la forma que ahora lo conocemos.

            El ajedrez es un juego de estrategia a modo de una gran batalla en la que, dentro de un campo de 64 escaques o casillas, se sacrifican peones, torres, caballos, alfiles y hasta la reina... con tal de que no maten al rey. Porque quien mata al rey, aún teniendo más piezas perdidas, gana.

            El ajedrez, por lo tanto, es muy propicio a hacer pensar y reflexionar, a la corta y a la larga. ¿Qué pieza muevo? ¿Y qué pieza moverá el contrincante o enemigo a continuación? Entonces, ¿es mejor mover la torre o el caballo? ¿Y si adelanto a la reina dos casillas? Mejor será mover un simple peón para despistar, dejarlo desprotegido y que mi rival pique comiéndoselo con el alfil... Mi movimiento posterior será comer yo  su alfil con la torre que está lejana y no se está percibiendo de su situación... Él me amenazará de inmediato con el caballo, pero yo la retiraré de nuevo cinco escaques desde donde daré jaque al rey y de paso también a su reina, que está justamente situada al otro lado de la horizontal. Si no mueve el caballo para proteger al rey, ganaré. Y si me come con la reina yo me la comeré con el peón y habré dando un gran paso hacia la victoria final.

Maravilloso juego este del ajedrez. Lo malo es que todas las personas juegan al ajedrez en el tablero de la vida. Así que digo Diego para que el otro piense que digo Diego cuando quiero decir digo... Y me comporto de un modo negro pero con la intención de que el otro crea que es blanco. Y expreso que sí, siendo sí. Para después decir sí cuando es no. Y el juego nos va haciendo, a cada paso que movemos piezas, más sibilinos, calculadores, mentirosos, falsos e hipócritas... Y nos estrujamos los sesos pensando en lo que el otro piensa, para yo pensar y que el piense, dudando, recelando, desconfiando... Hasta el punto de no saber ya, llenos de heridas y piezas aniquiladas, mareados, dónde estamos, qué pretendemos, qué quieren los demás..., ni lo que es verdad o mentira.

Y entonces, sólo hay dos caminos, o sigues jugando, resistiendo, peleando, luchando, encenagándote... O te cansas, y das un golpe sobre el tablero y adiós piezas. En el primero, lo más seguro es que al final pierdas. Y si ganas, el éxito te lo amargarán nuevos contrincantes que vendrán de inmediato a retarte. En el segundo, perderás por abandono y desertor. Pero lo peor es que te llamarán entonces de todo, desde cobarde hasta loco, pasando por soberbio, maleducado y mala persona. Y es que negarte en nuestra sociedad a jugar al ajedrez es etiquetarte de demente y condenarte al ostracismo. Evidentemente, los jugadores de ajedrez que se han salido con la suya y han vencido, sacándote –nunca mejor dicho– de tus casillas, se frotarán las manos al tiempo que, con nuevos movimientos de fichas, intentarán lograr, si además andan arrastrados por el odio y la envidia, que aparezcas como despreciable e indigno, y ellos salgan aún más fortalecidos y admirados. Miel sobre hojuelas. Partida doblemente ganada.

El juego del ajedrez entre dos personas es tremendo. Cuánto más no lo será cuando juegas contra muchos en un mismo tablero y al mismo tiempo varias partidas simultáneas, siendo a la vez jugador y pieza.  Como para salir corriendo y perderte. Pues eso.