domingo, 13 de octubre de 2013

CUANDO EL DESEO ES MAYOR QUE LA REALIDAD

El director de la residencia para personas mayores me hizo saber que había logrado reunir a un grupo de ancianos y ancianas que deseaban hacer teatro.

Varias veces estuve con ellos. Pretendía darles conversación para estudiar sus caracteres, sus maneras de expresarse, su facilidad de palabra, su predisposición, el tono y la intensidad de sus voces... y así, basándome en tales características, poder escribir una pequeña obra teatral acorde con la situación.

Pronto me llamó la atención uno de los componentes. Una mujer alta y delgada, de agradable presencia pese a estar más cerca de los ochenta que de los setenta, bondadosa, muy dulce al hablar y que daba muestras de tener una gran cultura. Y me llamó la atención especialmente porque llevándome aparte me rogó que el papel que escribiera para ella fuese muy breve, y no porque careciera de memoria o de ilusión, sino porque estaba muy ocupada. Tenía yo que tener en cuenta, me dijo, que rara es la tarde que no venían sus cuatro hijos a verla, así como la mayoría de sus nueve nietos, en especial la mayor, la que cuando era pequeña sólo se quería ir con ella y que ahora estaba ya en la Universidad estudiando una carrera muy difícil. Además, extraño era también el día que no tenía que responder a las muchas cartas que ellos le escribían. Es que todos me quieren mucho, ¿sabe?

Intenté no agobiarla. Pensé entonces que lo mejor era que, dado que tenía tales ocupaciones, se dedicara y disfrutara plenamente de ellas. Pero tampoco quería perderla como actriz, dado su talento.

Llegó el día en que repartí los papeles. Para usted, Carmen, éste que sólo sale una vez a escena, pero que es gracioso y al mismo tiempo emotivo, tiene usted que hacer que el público se ría y cuando lo esté haciendo, emocionarlo hasta hacerle llorar.

No sé si tendré suficiente tiempo. Ya le he dicho que lo primero es atender a mis hijos y a mis nietos que vienen todas las tardes a verme porque me quieren mucho. Precisamente cuando tenemos la hora de ensayos. No pasa nada, le respondí, no se preocupe, que si estamos ensayando y vienen sus hijos y nietos, usted deja la actuación y los atiende. No habrá problema... Su familia lo primero.

Carmen se sintió así más tranquila. Desde ese día hemos ensayado en cinco ocasiones, una vez por semana, los viernes. Y las cinco, mire usted por donde, a los diez minutos de estar ensayando, Carmen miraba por la ventana y haciendo señas les indicaba a sus hijos y nietos que enseguida salía. Pues nada, mujer, vaya con ellos. Y tan feliz. Nos decía a todos adiós, y salía como en una nube para perderse por alguna de las muchas salas de la residencia.

El último viernes fue el pasado. Al salir Carmen para estar con los suyos se dejó olvidado el texto de su papel sobre una silla. Antes de marcharme fui a buscarla para dárselo y así pudiese seguir estudiándoselo tranquilamente... Y por fin, tras buscarla por todos los rincones, y no hallarla, cuando me dirigí al aparcamiento para coger el coche, me pareció verla a lo lejos sentada en el filo de una de las ventanas bajas, cercanas a la iglesia. Hablaba con alguien. Al principio creí no ver con quién, después observé que lo hacía mientras miraba algo que tenía entre sus manos. Sólo cuando llegué a su lado fue cuando Carmen me aclaró que hablaba con cuatro personas mayores y nueve pequeñas... Son mis hijos y mis nietos..., añadió con lágrimas en los ojos. Se hicieron la fotografía unos días antes de traerme a esta residencia para que la tuviera de recuerdo. De esto hace ya cinco años y siete meses... Y aunque no vienen en carne y hueso, yo todas las tardes hablo con ellos a través de ella... Es lo mismo, ¿a que sí?

-Sí, claro, Carmen. Es lo mismo. El diálogo que se hace desde el corazón rompe siempre todas las distancias y todos los espacios y todos los tiempos.
-Y mira, mira, ésta que está aquí es mi nieta mayor, la que cuando era pequeña sólo se quería venir conmigo... Como ahora... Es guapa, ¿verdad?
-Muy guapa, Carmen..., guapísima... Aunque no tanto como lo es usted.
-¿Cuándo es el próximo ensayo?
-El viernes que viene.
-Es que no sé si podré acudir. Porque si vienen mis hijos...
-Si vienen sus hijos dígales de mi parte que es usted una gran actriz y una persona extraordinaria capaz de amar como nadie.

Hoy, cuando he llegado a ensayar, Carmen andaba ya enterrada. Ninguno de sus nietos ha acudido a despedirse de ella. De los cuatro hijos, sólo uno de ellos, y no para darle un último beso... sino para ver lo que era de su madre y llevárselo. Dice el director de la residencia que la encontraron el lunes, al atardecer, en su cuarto, sentada en un sillón, con una especie de foto bastante estropeada entre las manos. Una especie de foto muy antigua en la que no se veía a nadie, sólo unas letras escritas a bolígrafo sobre el blanco de fondo:
Mis cuatro hijos y mis nueve nietos que tanto me quieren.

viernes, 4 de octubre de 2013

LOCOS COMO CABRAS

En un lugar de cuyo nombre bien que me acuerdo, existía un grupo de locos como cabras que, desde hacía lustros, no los unía otra cosa que el odio visceral al director del manicomio. No eran muchos y no tenían ningún quehacer salvo dar vueltas por los pasillos y el patio y ver el modo de fastidiar a quien era el máximo responsable del centro y a las buenas personas del servicio. El mayor, que ejercía de líder, rechoncho y diligente, siempre apoyado en un viejo bastón de marfil, gustaba de gobernarlos a base de mítines de barrio. Había también un filósofo amante de la cultura clásica pero sin cultura. Y un ser solitario, muy piadoso, que se vendía por un plato de lentejas. Y un listo. En todos los grupos siempre hay un listo que ante cualquier reflexión que escucha suelta con autosuficiencia relamida un “¡¿quién ha dicho eso?!”. Ah, se me olvidaba, y con ellos un pedantón que se creía de día Adonis y de noche Apolo. Y junto a ellos, unas cuantas mujeres que imaginaban ser cisnes y que iban de comparsa.

            Una noche de plenilunio, impresionado por la grandeza e inmensidad del brillo lunar, y para que el director del manicomio fuera expulsado y así quedarse ellos como dueños absolutos del centro psiquiátrico para convertirlo en un complejo de juergas, inmoralidades y anarquías, el jefe propuso coger la luna. Si lo lograban la fama sería descomunal, el éxito sorprendente y la riqueza infinita. Y así, ante tan alto logro, demostrarían que de locos nada, que el loco sólo era su carcelero y cuantos le seguían. Y entonces, ricos ya, muy ricos, mediante estrategias mafiosas, levantamientos de falsedades, denuncias y compran de voluntades, los crucificarían o, al menos, los empujarían al exilio y el hambre.

 
            Manos a la obra, se dijeron. El filósofo entonces tomó la palabra. Reflexionó: “¿Y si cogiendo la luna los dioses nos castigan?” A lo que respondió el listo de inmediato: “¡¿Quién ha dicho eso?!”  El pedantón intervino: “La luna puede estar llena de piedras preciosas, ¿no veis cómo brilla?” Pero el solitario le contradijo: “Lo mismo es de nata y hasta nos la podemos comer”. Las mujeres nada dijeron, sólo observaban. Tan solo una de ellas, tras cada respuesta que escuchaba, viniese de quien viniese, decía por lo bajini: “Sí, sí, sí, sí, sí...”, casi hasta setenta veces siete.

            “Hagámoslo por votación”, dijo el gran jefe golpeando con energía el suelo con su bastón de marfil. “Aprobado.” “Pues manos a la obra.”

            Así que durante varias noches, los locos, escondidos en los sótanos del manicomio, crearon unos extraños artilugios seguros de que apoyándose en ellos poseerían la luna. Y cuando creyeron que había llegado la hora, a eso de ya entrada la madrugada, salieron al patio para poner en práctica el curioso experimento. Mas, ¡ay, sorpresa! La luna aparecía ya en cuarto menguante, en forma de tajada de melón, a modo de una gran cornamenta. El primero en darse cuenta fue el filósofo: “Alguien se ha chivado a la luna de que íbamos a cogerla y ha sacado los cuernos para defenderse”. De inmediato respondió el listo: “¡¿Quién ha dicho eso?!” El pedantón lo reafirmó: “Es cierto, la luna ha sacado sus cuernos y está en posición de embestir”. Fue entonces el solitario muy piadoso, olvidando que en el más allá hay una existencia eterna llena de felicidad infinita, quien dio la solución: “Yo no pienso poner en riesgo mi vida. Me largo ahora mismo de aquí. Adiós”. Y salió pitando. El pedantón hizo lo propio. Y el filósofo. Y las mujeres, tan asustadizas ellas, salieron como patos torpes en desbandada. Entonces, el jefe, enojadísimo, furioso como un poseso, con los ojos desencajados por la rabia, a punto de darle algo, sin parar de golpear su bastón contra las artilugios creados, a grito pelado exclamaba: “¡¿Pero estáis locos?! ¡¡No corráis que es peor!!”. A lo que respondió el listo mientras tomaba carrerilla para salir escopeteado: “¡¿Quién ha dicho eso?!” Mas el viejo gurú de la tribu insistía: “¡Volved! ¡Si no hemos podido alcanzar la luna podemos construir una bomba y hacer que el director, sus compinches y el manicomio entero estallen por los aires! ¡Volved! ¡Venga, volved, os lo ordeno!”

            Pocos minutos después el patio quedó desierto. Los locos como cabras se acostaron como si no hubieran roto un plato. La luna mientras, desde sus cuernos de plata, se reía a carcajadas.

Como yo me río también de los cuernos y de las cabras. Pero cuando sé que a los locos los mueve el odio, el odio ciego, entonces..., entonces lo que siento es, más que miedo y pena, pánico.