martes, 18 de febrero de 2014

TOÑI COBO, EN EL CIELO DE LOS PERROS

¿Qué les voy a contar, amigos? Que parece como si el destino quisiera arrancarnos el corazón a cuchilladas limpias y salvajes. Porque ahora, a los pocos días de enviar a la muerte para llevarse a dos de mis grandes amigos, la ha mandado para llevarse a una amiga que no dedicaba su vida más que a hacer el bien.

Venía mi amiga Toñi de atender a los perros expósitos, esos seres abandonados que nadie quiere y se recogen, para que no sean sacrificados, en una perrera donde unas personas generosas y de espíritu grande los atienden, los cuidan y los alimentan sin pedir nada a cambio.

Venía mi amiga Toñi, junto a dos amigos, por la infame carretera que une la aldea de Santa Eulalia con Úbeda, cuando otro coche, tras girar la curva en día de suelo mojado, se deslizó contra ellos con tan mala fortuna que sólo ella quedó con los ojos abiertos mirando al infinito para siempre. Fue de golpe, un tris, una milésima de segundo. Lo suficiente como para mirar al fondo y ver que a lo lejos dejaba ya para nunca su casa de campo, donde vivía con su José María del alma, su esposo amado, y abandonaba a sus perrillos galopando por el jardín de los silencios, y se alejaba de la estela de su hija, su única hija, Cáterin, que ya venía, sin saberlo, desde Rusia con amor para darle su último abrazo.

Tremendo todo. Injusto todo. Increíble todo. Ciego todo, a no ser porque, en sueños, yo he visto el cielo de los perros, ese lugar donde anda el perro cojo y callejero del poeta Manuel Benítez Carrasco paseando con su muleta de plata que le regaló San Roque. Y está Rin Tin Tin, haciendo películas inmortales. Y Laika, la astronauta incansable, viajando por nuevos mundos. Y Calafate, tan fiel que vivió por nueve años junto a la tumba de su amo, muerto por un accidente de trabajo, hasta morir junto a ella, y ahora pasea junto a él por la orilla del mar eternamente en calma. Y está Ajax, con su medalla de honor colgada al cuello. Y hasta están los chuchos hambrientos que lamían las llagas del pobre Lázaro del evangelio. E incluso están Pluto, y Scooby Doo, y los ciento un dálmatas… vestidos sin descanso de dibujos y emociones. Ese cielo donde todos los perros buenos llegan a descansar en paz por los siglos y viven con dignidad porque hasta allí acude cada tarde también el pobre de San Francisco de Asís para llamarles hermanos. Ese cielo de espuma a donde ahora ha llegado Toñi para compartir con tan fieles animales las mágicas alegrías de la sencillez… Perros todos que, nada más verla aterrizar, se han lanzado a ella, con ladridos gozosos, para curarle las heridas de los cristales rotos, vestirla de reina y subirla en un trono de rosas blancas para coronarla con una diadema de estrellas inmortales.

Otro amigo más que ya tengo en el cielo. Y otro menos aquí en la tierra. Tremendamente dura esta carga de coleccionar poco a poco demasiadas soledades.

Rezo por ti, Toñi, para que tú, desde el cielo de los perros santos, pidas por los que aquí vamos quedando al Dios creador de todo lo visible y lo invisible. Que así sea. 



domingo, 9 de febrero de 2014

A PACO MADRID, UN HOMBRE SANTO

Era el día 5 de febrero de 2014. Acababa de llegar de un largo viaje, cuando sonó el teléfono. Tengo pánico a los teléfonos, hasta el punto que me niego a tener un móvil. Esos dichosos aparatos son siempre más portadores de malas noticias que de buenas. Era una amiga. ¿Sabes que ha muerto Paco? ¿Paco? ¿Qué Paco? ¿Qué Paco va a ser? ¡Paco Madrid, tu amigo, el que hacía de apóstol Santiago en Maranatha! ¡¡Maldito teléfono!! El entierro es a las cuatro y media.

Miré el reloj y marcaba las cuatro menos cuarto. Andaba sudando porque me encontraba haciendo unos arreglos en el patio de la casa. Me duché como un rayo, y a las cuatro y cinco me abrecé a Salva, su hijo, el hijo de Paco, mi amigo también, y a su familia, y llorando me disculpaba por no haber acudido antes para acompañarlos. Asistí a la misa del entierro en San Isidoro, y ya en el cementerio permanecí a su lado hasta que una fila de grandes rasillas cerró su sepultura.

Paco. ¿Quién es Paco? Hay personas a las que no se pueden definir porque, de hacerlo, nunca se haría justicia. Paco Madrid es uno de esos grandes hombres que te ganan el corazón nada más que lo conoces. Servicial como nadie. Responsable hasta el extremo. Prudente. Amable. Educado. Humilde. Cariñoso. Leal. Fiel… Eso, sobre todo fiel. Él ha sido uno de los pocos que han permanecido a mi lado en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, en las multitudes y en la soledad. Cuando me veía alegre, me abrazaba dándome mayores gozos, y cuando triste, me daba el abrazo con mayor fuerza para consolarme. Y cuando me vio herido y roto..., no dejó de llamarme amigo, ni dejó de darme ánimos para que siguiera adelante. 

Uno necesita caer en un precipicio para saber quiénes son en verdad tus verdaderos amigos. De copas lo son todos. Por el contrario, con Paco, fue distinto, en pocos bares coincidimos. Sin embargo, cuando me halló destrozado bajo la lluvia de la incomprensión, las ambiciones personalistas y las denuncias falsas…, me ofreció un sorbo de licor de amor, una caricia serena y un apoyo sin límites. Eres mi amigo, me decía, y estoy contigo porque es de justicia. “A mi mejor amigo” me dejó incluso dicho en una dedicatoria escrita en el último almanaque “Espigas y azucenas, 2014” que me regaló, y que todos los agostos, sin excepción, en víspera de San Ramón, me traía a casa.

Paco era un gran artista, un hombre grande de nuestro renacimiento presente, gran pintor y excelente actor. Su personaje de Santiago el Mayor en “Maranatha”, ha sido insuperable. Su Francisco Crisóstomo en “Una llama que no cesa”, fue genial. Y su interpretación como Nicodemo en “Natividad”, sublime. Devoto de su Cristo de la Borriquilla hasta la muerte. Y a quien sirvió adecentando su trono de manera incansable para que cada Domingo de Ramos desfilara majestuosamente por las calles de Úbeda. Cristiano ejemplar. Esposo perfecto. Padre extraordinario. Abuelo excepcional…

Paco, en definitiva –y no son palabras–, ha sido y es un santo. No me cabe duda. De ahí que uno de nuestros grandes pintores, Paco Fuentes, le pidiera posara para el cuadro de San Bartolomé que iba a ser bendecido para colarse sobre el altar de una importante iglesia. Tal vez por ello su muerte no me haya rajado el alma; bueno, me la ha partido en dos, pero se me ha cicatrizado la herida de una manera rápida porque sé, de seguro, que ya habita en el reino de la gloria y desde allí intercede por su familia, por su pueblo y por mí.

Salva, ya te lo dije entre lágrimas, y to lo vuelvo a decir ahora desde la paz de mi corazón: Siéntete orgulloso de tu padre. Como yo me siente más que orgulloso de que haya sido y siga siendo mi amigo.

viernes, 7 de febrero de 2014

A MARCELO GÓNGORA, IN MEMORIAM

El domingo, 2 de febrero, a las 10,45 horas de la noche, fallecía mi amigo Marcelo Góngora. Al día siguiente, en la iglesia de Cristo Rey, a las 16,30 horas, era su entierro. No me fue posible acudir por encontrarme en Bruselas. La noticia me llegó estando allí y no pude hacer otra cosa que rezar por él y recordarlo sonriente por el paisaje de mi alma. Cuando regresé a Úbeda fui a visitar a su esposa, Salomé, para expresarle mi dolor y mi tristeza. También subí al cementerio para dejar una flor sobre la frialdad de su tumba, pero uno de los enterradores que allí trabajan me hizo saber que había sido incinerado.

Marcelo Góngora era un pintor excepcional, de los mejores de España. Yo siempre se lo dije. Y si no logró alcanzar la cima de la gloria del gran éxito que se merecía, fue porque nunca llegó a estar en el lugar exacto en el momento oportuno. Entre otras razones porque muy pocas veces salió de su pueblo.

Pero a mí, ahora, lo que me importa no es el Marcelo pintor, ni el imaginero, ni el escultor, ni el cantante, ni siquiera el actor que compartió conmigo papeles inolvidables, como San Juan en “Maranatha”, o fray Fernando de la Madre de Dios en “Una llama que no cesa”, o El Arte en “Úbeda: Dama de Sueños”, o el Ángel Gabriel en "Natividad"; tampoco el Marcelo del grupo “Sembradores de la Alegría”, desde el que hacía vibrar a los ancianos con sus boleros y melodías exquisitas… A mí me importa en estos momentos el Marcelo hombre, el que hablaba conmigo desde la sencillez, la experiencia de las batallas perdidas y los temores de su corazón. Marcelo se creía eterno. Jamás hablaba de la muerte. Ella no existía en su calendario. Él era una persona atrapada en sus fobias, sus manías, sus aprensiones…, sus sueños. Propio todo, no de un ente vulgar, sino, por contrario, de un hombre especial con demasiadas cicatrices en la entraña. De un ser que, ya desde niño, fue duramente golpeado por el dolor, el hambre y el verse huérfano de padre. Que de joven supo aprender sin descanso de la sabiduría de su maestro, Paco Palma Burgos, y dar lo mejor de él mismo. Que de adulto se hizo respetar desde su impecable elegancia y su porte de artista extraordinario. Y que ya de mayor supo volar por la nostalgia de sus propias transparencias llenas de colores.

Al final, poco antes de su partida al infinito, pude visitarlo en su estudio. Hablamos de muchas cosas, tantas que hasta me habló de Dios… De ese Dios especial para él, propio suyo, muy humano, particularmente divino. Y cuando nos despedimos, él se quedó algo triste, porque aunque me pidió que de nuevo volviésemos a hacer teatro, sabía, desde algún rincón de sus adentros, que ya sería imposible. Yo…, yo me alejé dándole ánimos, pero rota la sangre. Algo me decía que era nuestra despedida en este mundo. La sombra de la guadaña estaba ya dibujada con demasiada fuerza en las pupilas de sus ojos.

Adiós, Marcelo, hasta pronto. Nos volveremos a ver para seguir continuando nuestra hermosa amistad y seguir hablando de nuestras cosas, de nuestras muchas cosas. Y para que tú me sigas llamando, inmerecidamente, “maestro”, y yo a ti, con todo merecimiento, “genio”. Descansa en paz, amigo.