miércoles, 29 de julio de 2015

EL PELIGRO DE JUGAR CON LA HISTORIA

En esta sociedad nuestra hay muchas ganas de tensar la cuerda de la convivencia. En el fondo se tiene sed de conflictos. De lo contrario no se entendería esas ansias tremendas de querer cambiar el pasado, ese deseo casi enfermizo de volver lo blanco negro. Los políticos cada vez son más radicales y extremistas, más insensatos. Pretenden, apoyados por sus adláteres periodistas, comentaristas y adeptos, imponer sus ideas, cueste lo que cueste, como si fueran caciques de pequeñas tribus sin amplitud de miras, sin pensar siquiera que vivimos en un mundo global y nada somos ni podemos aislados y separados. De ahí que no entienda bien esas ganas de separatismos, de nacionalismos excluyentes, de dividirnos, cuando el ser humano debe tender a la unidad, a la solidaridad y al entendimiento, sin perder por ello la idiosincrasia propia como país, comunidad o ciudad.

De ahí que no entienda tampoco ese afán de no saber leer ni entender la Historia, que son hechos que suceden dentro de un contexto propio de un tiempo, de un espacio, de una forma de entender las cosas, de una manera de vivir, de pensar, de ser…, hechos que no se pueden extrapolar al presente, acoplar a los parámetros del hoy, ni se pueden borrar. La Historia debe quedar tal como fue, no para copiarla, sino para aprender de ella, sacar lo positivo y no volver a repetir lo negativo. La Historia debe ser también respetada, y si nuestros antepasados valoraron hechos y personas por su modo de ser, de creer o de soñar, y levantaron obras acordes a sus modos de sentir, nosotros no somos quienes para ahora, con nuestra mentalidad propia de una época, que también será, no me cabe duda, más que imperfecta y criticable para las generaciones futuras, despreciar y devastar lo que ellos construyeron. No se puede, por ejemplo, yéndonos a un pasado de otras edades, destruir la estatua levantada a un personaje determinado porque ahora pensemos que su forma de ser o de actuar no se acopla a nuestro pensamiento. Como no se puede, yéndonos al pasado próximo, dentro plenamente ya de nuestros parámetros de entendimiento, quitar, por ejemplo, una calle a una persona por el simple hecho de que sus creencias o ideas políticas no sean las mismas que las de los nuevos que llegan al poder, con la intención añadida de dársela a otra afín a ellos, sin analizarlo antes debidamente, sin aclarar los motivos, sin estudiar la repercusión social, sin consensuarlo políticamente, sin escuchar el clamor popular, porque, entre otras razones, así también legitimarían a los que viniese después contrarios a ésos a hacer lo mismo, llevándonos de este modo a una imparable cadena de quito y pongo que sólo conduciría a rencillas, odios y venganzas. Todo, además, no puede ser política. Como tampoco todo tiene que ser medida de las ideas particulares que profesamos y los modos de pensar que tenemos. Nada más maravilloso que ser unos de izquierdas y otros de derechas, ateos y creyentes, blancos y negros…. y todos respetarse, considerarse, aceptarse, incluso quererse más allá de pensamientos, ideologías, creencias, razas o sexo. 

Hoy, amigos, corremos el peligro de jugar con la Historia, acomodarla, tergiversarla, reescribirla, deformarla, mal enseñarla, cambiarla…, según interesa, según me conviene, según creo, según me va… Y eso es muy grave. Porque la Historia es como un ente vivo, como una bomba de relojería, que si no sabemos hacer uso correcto del reloj que la controla, nos puede estallar en las manos y acabar todos por los aires.      

viernes, 3 de julio de 2015

OPOSICIONES

Ayer asistí a un curso impartido por una autoridad teatral en Sevilla. El lugar del encuentro era un instituto de enseñanza media. Al llegar a primera hora de la mañana, me llamó la atención el ver en la puerta de entrada a numerosos chicos y chicas junto a varias personas mayores. “¡Qué maravilla!” Me dije. “El teatro vuelve a estar de moda. De nuevo hay jóvenes y personas mayores con los que contar para poner puestas en escena. Seguro que todos los aquí presentes están además revestidos de responsabilidad, espíritu de sacrificio y amor al arte. Savia nueva para un tiempo que se nos había tornado viejo.”

Pero me equivoqué. Cuando llamaron para entrar en la sala del curso, comprobé que cuatro y yo, cinco, nos adentrábamos en un aula donde nos esperaba, un tanto triste y decepcionado, el ilustre maestro. Me acerqué a él y lo saludé con respeto. Después le pregunté un tanto confuso acerca de por qué no entraba el resto del personal. “¿A quiénes te refieres?” “A los que andan en la puerta.” “Amigo, los de la puerta están ahí porque van a realizar el examen oral de oposiciones a Magisterio.”

Me llamó la atención la respuesta. Y desde la ventana cercana al pupitre donde yo me hallaba sentado, estuve más pendiente del ir y venir de los opositores y familiares que de lo que el señor profesor de teatro andaba explicando. Cuerpos que se movían nerviosos, cargados con mochilas repletas de actividades pedagógicas, con apuntes en las manos. Veía rostros desencajados, manos temblorosas, ojos a punto de estallar en lágrimas… Algo así como espectros perdidos y asustados a la espera de ser llamados para la guillotina. 

Cuántas horas de estudio. Cuántas semanas de academia. Cuantos dineros en libros, temarios, fotocopias, materiales, encuadernaciones… Cuántas noches de insomnio. Cuántos sacrificios. Cuántos días de oscuridad, de desesperanza, de depresiones. Cuántos desamparos y cuántas ganas de morirse. Cientos, miles de chicos y chicas con carreras, licenciaturas, doctorados, másteres, cursos formativos, idiomas, publicaciones… luchando a muerte por sacar una plaza de maestro de educación infantil que le pueda aportar algo más de mil euros al mes. Y a su lado, cientos y miles de padres y madres en vilo, temiendo lo peor, clamando al cielo, ofreciendo velas, dando su vida si fuera necesario con tal de ver a sus hijos del alma con un trabajo.

En el primer descanso que tuvimos, quise interesarme por la situación. Me acerqué entonces al tablón de anuncios: Pruebas escritas: Tribunal 1: Presentados, 169. Aprobados: 42. Tribunal 2: Presentados: 174. Aprobados: 51. Tribunal 3: Presentados: 159. Aprobados: 36. ¡Dios, qué escabechina! Pero bueno, supongo que, al menos, todos o casi todos los que han aprobado el escrito tendrán un puesto de trabajo fijo. Pero alguien a quien pregunto me lo aclara: “Sólo uno por tribunal obtendrá plaza.” ¿Uno? ¿Sólo uno por tribunal? ¿Quieres decir que de 502 presentados aquí –y eso mirando sólo este instituto de Sevilla– obtendrán plaza solamente 3? ¿Y no se le cae a nadie la cara de vergüenza? ¿Se puede jugar así con los sentimientos, las esperanzas y las ilusiones de los jóvenes? ¿Se puede alguien en esta sociedad sentir orgulloso de dónde hemos llegado?

Me sentí tan afectado que me acerqué a una de las puertas donde un joven de alrededor de treinta años exponía su programación y la unidad didáctica que por sorteo la había correspondido. Y lo hacía con maestría, con conocimiento, con desparpajo, apoyándose en un amplio y rico material por él mismo confeccionado. Al salir, empapado en sudor, la novia se acercó a él con lágrimas en los ojos para abrazarlo... “¿Qué tal?” “Bien, lo he hecho muy bien, pero no servirá de nada... Ya con ésta van cuatro. Y este año volverá a suceder lo mismo, ya lo verás.” Le decía el joven opositor mientras se perdían camino a la desolación y la impotencia.

De golpe, salió también de otra aula una chica muy enfadada porque el tribunal le había cortado la exposición de la unidad didáctica por pasarse de la media hora establecida y no la habían dejado concluir la exposición. “No hay derecho. Juegan con nosotros. Todo por una plaza, que luego, de seguro, es para algún enchufe… ¡Una guerra, eso es lo que tiene que venir, una guerra…!”, le decía con ira a sus padres que andaban esperándola consumidos.

Yo me sentí tan mal, tan unido a ellos en la lucha contra esta causa tan injusta, tan indigna y tan cruel, que decidí no volver a entrar en la clase de teatro y coger el coche para regresar lo antes posible a mi casa, mientras me decía: Y luego hay quienes se preguntan por qué el populismo crece como la espuma… Pues aquí tienen la respuesta, amigos, que es muy sencilla: porque la desesperación lleva al suicido.