El director de la residencia para personas mayores me hizo
saber que había logrado reunir a un grupo de ancianos y ancianas que deseaban
hacer teatro.
Varias veces estuve con ellos.
Pretendía darles conversación para estudiar sus caracteres, sus maneras de expresarse,
su facilidad de palabra, su predisposición, el tono y la intensidad de sus
voces... y así, basándome en tales características, poder escribir una pequeña
obra teatral acorde con la situación.
Pronto me llamó la atención uno
de los componentes. Una mujer alta y delgada, de agradable presencia pese a
estar más cerca de los ochenta que de los setenta, bondadosa, muy dulce al
hablar y que daba muestras de tener una gran cultura. Y me llamó la atención
especialmente porque llevándome aparte me rogó que el papel que escribiera para
ella fuese muy breve, y no porque careciera de memoria o de ilusión, sino
porque estaba muy ocupada. Tenía yo que tener en cuenta, me dijo, que rara es
la tarde que no venían sus cuatro hijos a verla, así como la mayoría de sus
nueve nietos, en especial la mayor, la que cuando era pequeña sólo se quería ir
con ella y que ahora estaba ya en la Universidad estudiando una carrera muy difícil.
Además, extraño era también el día que no tenía que responder a las muchas
cartas que ellos le escribían. Es que todos me quieren mucho, ¿sabe?
Intenté no agobiarla. Pensé
entonces que lo mejor era que, dado que tenía tales ocupaciones, se dedicara y
disfrutara plenamente de ellas. Pero tampoco quería perderla como actriz, dado
su talento.
Llegó el día en que repartí los
papeles. Para usted, Carmen, éste que sólo sale una vez a escena, pero que es
gracioso y al mismo tiempo emotivo, tiene usted que hacer que el público se ría
y cuando lo esté haciendo, emocionarlo hasta hacerle llorar.
No sé si tendré suficiente
tiempo. Ya le he dicho que lo primero es atender a mis hijos y a mis nietos que
vienen todas las tardes a verme porque me quieren mucho. Precisamente cuando
tenemos la hora de ensayos. No pasa nada, le respondí, no se preocupe, que si
estamos ensayando y vienen sus hijos y nietos, usted deja la actuación y los
atiende. No habrá problema... Su familia lo primero.
Carmen se sintió así más
tranquila. Desde ese día hemos ensayado en cinco ocasiones, una vez por semana,
los viernes. Y las cinco, mire usted por donde, a los diez minutos de estar
ensayando, Carmen miraba por la ventana y haciendo señas les indicaba a sus
hijos y nietos que enseguida salía. Pues nada, mujer, vaya con ellos. Y tan
feliz. Nos decía a todos adiós, y salía como en una nube para perderse por
alguna de las muchas salas de la residencia.

-Sí, claro, Carmen. Es lo mismo.
El diálogo que se hace desde el corazón rompe siempre todas las distancias y
todos los espacios y todos los tiempos.
-Y mira, mira, ésta que está aquí
es mi nieta mayor, la que cuando era pequeña sólo se quería venir conmigo...
Como ahora... Es guapa, ¿verdad?
-Muy guapa, Carmen...,
guapísima... Aunque no tanto como lo es usted.
-¿Cuándo es el próximo ensayo?
-El viernes que viene.
-Es que no sé si podré acudir.
Porque si vienen mis hijos...
-Si vienen sus hijos dígales de
mi parte que es usted una gran actriz y una persona extraordinaria capaz de
amar como nadie.
Hoy, cuando he llegado a ensayar,
Carmen andaba ya enterrada. Ninguno de sus nietos ha acudido a despedirse de
ella. De los cuatro hijos, sólo uno de ellos, y no para darle un último beso...
sino para ver lo que era de su madre y llevárselo. Dice el director de la
residencia que la encontraron el lunes, al atardecer, en su cuarto, sentada en
un sillón, con una especie de foto bastante estropeada entre las manos. Una especie
de foto muy antigua en la que no se veía a nadie, sólo unas letras escritas a
bolígrafo sobre el blanco de fondo:
Mis cuatro hijos y mis nueve nietos que tanto me quieren.