
Viví de niño la historia. Mi mejor amigo de la plazuela,
Paco Cubero, se despidió una tarde de mí porque a la mañana siguiente se iba
con sus padres a vivir a Bilbao. Me escribió un par de cartas a las que yo
respondí. Y punto. Ya nunca nos hemos vuelto a ver, ni yo a saber nada de él.
Varios tíos míos maternos, Miguel, Paquita y Antonia, cogieron también las
maletas de cartón piedra y se marcharon lejos. Recuerdo un amanecer, helado de
frío, despidiendo junto a mis padres a uno de ellos. Aún persiste en mi mente,
como arañándome las pupilas, su cara desencajada y temerosa, sus ojos llenos de
lágrimas y un pañuelo blanco agitado por su mano desde la ventanilla
diciéndonos adiós hasta que se perdió en la distancia.
A mis abuelos paternos casi no llegué a conocerlos. Se
marcharon a Palma de Mallorca donde murieron. Jamás regresaron a su tierra. Con
ellos también mis tíos Paco, Ramona y Ramón. De todos sólo volvió el último para
contarme historias de lucha y de poesía. Igual mi vecino, un hombre soltero,
con su madre partieron un día con lo puesto camino de Alemania…
Historias que todos hemos vivido. Historias de emigrantes.
Historias de llegar a un país extraño. Historias que arrancan del corazón,
estando lejos, suspiros por España. Eran casi todos, de cierto, pobres de solemnidad. Hombres y
mujeres sin mucha cultura porque se les negó la escuela. Sueños en edad de
trabajar que no encontraban aquí ni una mísera colocación. Cuerpos en pena en
busca de un pan para no morirse de hambre… Es la historia de un pasado, en
definitiva…, que ha vuelto.

Ha vuelto como una desgracia que retorna. Como regresaba la
peste a las ciudades medievales cada equis tiempo y no se podía detener. Ha
vuelto de nuevo la emigración. Han cambiado los trenes, los autobuses, los barcos,
los aviones, las maletas…, es verdad, pero las personas son las mismas. Con los
mismos sentimientos y miedos y angustias y esperanzas. Son los nuevos
emigrantes, mayoritariamente jóvenes, nada de analfabetos ahora, cargados de
estudios, con varias licenciaturas, dominando idiomas, con masters…, que
marchan al extranjero para ver si allí le dan un empleo con el que poder sobrevivir.
Personas sanas, formadas, con valores que, de nuevo, están condenadas a llorar
cuando estando ya allí, lejos, muy lejos –pese a que digamos que ya no hay
distancias–, escuchen la palabra España. Hombres y mujeres que marchan cargados
de ilusiones pero en el fondo tristes, llenos de pesar, inquietos, mientras
dejan en los suyos, padres, abuelos, familiares y amigos, una herida que jamás,
por muy bien que les vaya, cicatrizará, porque la hizo el cuchillo de la
injusticia. La injusticia terrible de tener que irse alguien contra su voluntad
a un país extranjero para rogar la limosna de lo que debe ser un derecho
inalienable: un puesto de trabajo.
A un país extranjero
porque el suyo lo han destruido los canallas y miserables misiles de la
corrupción y las indignidades políticas y sociales.