Cuando en la tarde lluviosa del día 5 de enero entré en
“Cruz de guía”, que dirige y mantiene con gran destreza Eugenio Santa Bárbara, me
encontré con el titular: “Fallece el
cofrade y filántropo Julián Moreno”. Y dentro de la noticia, varias fotos
de este hombre ejemplar que pasó por la vida haciendo el bien.
Sentí tristeza, pero distinta a la que duele, de esas que
tienen un aroma de gozo brotando de su hondura. Un gozo delicado y profundo, de
misteriosa felicidad. No hace mucho estuve con él. Fue en el templo de San
Isidoro. Y, como siempre, tan cariñoso y amable, me preguntó por mis hijos y,
en especial, por José Ramón, a quien tanto quería, porque ambos, entre otras
razones, son seguidores de ese Cristo en la Columna al que aman con locura y
que tanto representa en sus vidas. Y ese lazo, honesto y limpio, los venía
uniendo desde hace lustros y por encima de todas las distancias.

El entierro ha tenido lugar hoy, día de Reyes, a las diez de
la mañana, en la iglesia de San Isidoro. Demasiado temprano para una fecha tan
especial. Sin embargo, no cabía un alfiler. Cuando entró el féretro, se hizo un
silencio sepulcral. Allí, a su lado, bajo el atril del Evangelio, en medio de todos
los directivos y numerosos cofrades con la medalla en el pecho, puestos en pie
y firmes en señal de hondo respeto, aparecía majestuoso el estandarte de una de
las muchas cofradías a las que pertenecía. Esa que, sin duda, más quería y más
ha significado para él: “La Columna”. Así como el estandarte que simbolizaba y
aglutinaba a todas las demás: el de la Agrupación de Cofradías.
Don Santiago, el párroco, acompañado por don Robustiano,
ofició la ceremonia religiosa. Habló de Julián convencido del triunfo de su
vida, expresando la certeza de que ya estaba disfrutando de la presencia del
Señor. Por último, y antes de partir para el cementerio, sonó la marcha de la
cofradía y lo llevaron a hombros hasta la capilla del Cristo que tantas veces,
incansablemente, visitó a lo largo de su existencia. La emoción entonces nos
embargó a todos. Y en todos los ojos de los allí presentes se nos hicieron de
niebla las pupilas.
Sus cinco hijos, junto al resto de la familia, estaban rotos
por el dolor, pero en sus miradas, pese a las lágrimas y el cansancio, brillaba
un dulce sentimiento de orgullo. Todos sabían que su padre, ese hombre de vida
excepcional dormido dentro del ataúd, ha sido un ejemplo de humanidad, de
fidelidad, de trabajo, de entrega, de renuncia, de coherencia, de sacrificio,
de oración, de esperanza, de amor… Desde la pobreza los supo hacer ricos y fue
rico en bienes del alma. Viudo desde muy joven, hizo de padre y madre a la vez,
y los llevó a todos a las nubes de la formación y la cultura para que cruzaran
por la vida con alas de libertad y sencillez. Luchó por la fe, sembró
evangelio, se dio a los necesitados y a los enfermos, visitó a los presos, dio
de comer a los hambrientos y de beber a los sedientos, acogió a los peregrinos
y vistió a los desnudos… Y hasta a mí, soñador de versos, nunca dejó de
animarme para que no desfalleciese en mi destino de ser y de darme.
Le dije adiós desde el alma, pidiendo a Dios, en este año
especial de la misericordia, no por él, sino por mí, para que me permitiera
encontrarme de nuevo con su presencia en la otra dimensión y darle un fuerte
abrazo por toda la eternidad. Y al verlo alejarse definitivamente dentro de su
sepultura terrena, volví a sentir dentro de la pena que me seguía bañando una
alegría serena y silenciosa… Y entonces supe por qué un hombre tan mayor y tan
lleno de madurez como él se había ido en la víspera del día de Reyes.
Sencillamente, pensé, porque debajo de ese cuerpo desgastado, repleto de
cicatrices y de llagas, de heridas siempre perdonadas, de sembrador de vida, lo
que había era un niño, un niño grande, un niño siempre agarrado a la túnica de
Jesús de Nazaret… Y de los niños, nos dejó dicho el Señor, es el reino de los
cielos. Que lo disfrutes, amigo Julián. Te lo has merecido.