De vez en cuando me viene a la mente “La otra parábola del
hijo pródigo” que me relató el viejo que conocí en el parque y dejé impresa en
este mismo blog. Tenía que tener algún tipo de respuesta. Y miren por donde, creo
que me la dio el viernes pasado una buena mujer que conocí en la clínica donde
vengo recibiendo rehabilitación por culpa de un accidente.
Hablando
del hecho, la señora me hizo saber que todo lo que nos suceda hemos de
aceptarlo desde lo positivo y la buena disposición. Y me contó su experiencia:
Hay personas, como yo, que creen que les ha sucedido un mal y lo que
resulta es que han recibido un gran bien sin saberlo. Entonces se rebelan, se
enfurecen, protestan, renuncian incluso de su fe... Y no saben que han recibido
un regalo del cielo. Desde que me sucedió a mí lo que voy a relatarte, mi vida
cambió. Ahora mismo ando mal de las cervicales por culpa de una caída, y estoy
haciendo rehabilitación... De lo que me alegro de todo corazón. Por algo será.

Todo el trayecto que hice andando, ida
y vuelta, del coche a la gasolinera, fui quejándome de mi mala suerte, de por
qué todo tenía que salirme mal, de que estas cosas sólo me pasaban a mí... Y,
mirando el cielo, tan cercano en esa altura, me quejé a Dios agresivamente de
lo mal que lo hacía conmigo, de los disgustos que me daba, de lo injusto que
era, de cuánto estaría disfrutando de mi infortunio... De que hasta aquí había
llegado mi relación con él. Que punto final a mis creencias.
Llamé a asistencia en carretera. Y,
horas después, vinieron a por el vehículo. Era ya bien entrada la noche. Pasé
frío hasta casi congelarme, incluso miedo; más que miedo, terror. ¡Qué
cruel era la vida conmigo! ¡Qué mal me pagaba! ¡Qué injusticia!
A los dos días, fui el taller a ver
si ya habían limpiado el depósito del vehículo y estaba en condiciones. Y, ¡oh
sorpresa!, mi coche –me dijeron-,
cuando llamé a la grúa, iba ya sin líquido de frenos, se había derramado por
completo, y lo peor, la dirección estaba muy dañada, a punto de romperse. Una
curva más y no hubiera podido controlarlo. Salirme de ella, o de la siguiente,
hubiera sido inevitable. Y con ello la muerte. Seguro.
Me quedé de piedra. Por poco me da
algo. Reflexioné avergonzada: ¿Equivocándose el empleado de la gasolinera, tuve
entonces, mala o buena suerte? Desde ese día no me quejo ya por nada. Al
contrario, todo lo doy por bueno.
Me volví a
quedar desconcertado. Luego, reaccioné. Y, sin saber por qué, entendí que también
el encuentro con esta señora había sido por algo. Lo mismo para que le haga
saber su experiencia vivida, tal y como ella me lo ha contado, al viejo del
parque. A lo mejor, le ayudo. Y eso hago.
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