viernes, 7 de febrero de 2014

A MARCELO GÓNGORA, IN MEMORIAM

El domingo, 2 de febrero, a las 10,45 horas de la noche, fallecía mi amigo Marcelo Góngora. Al día siguiente, en la iglesia de Cristo Rey, a las 16,30 horas, era su entierro. No me fue posible acudir por encontrarme en Bruselas. La noticia me llegó estando allí y no pude hacer otra cosa que rezar por él y recordarlo sonriente por el paisaje de mi alma. Cuando regresé a Úbeda fui a visitar a su esposa, Salomé, para expresarle mi dolor y mi tristeza. También subí al cementerio para dejar una flor sobre la frialdad de su tumba, pero uno de los enterradores que allí trabajan me hizo saber que había sido incinerado.

Marcelo Góngora era un pintor excepcional, de los mejores de España. Yo siempre se lo dije. Y si no logró alcanzar la cima de la gloria del gran éxito que se merecía, fue porque nunca llegó a estar en el lugar exacto en el momento oportuno. Entre otras razones porque muy pocas veces salió de su pueblo.

Pero a mí, ahora, lo que me importa no es el Marcelo pintor, ni el imaginero, ni el escultor, ni el cantante, ni siquiera el actor que compartió conmigo papeles inolvidables, como San Juan en “Maranatha”, o fray Fernando de la Madre de Dios en “Una llama que no cesa”, o El Arte en “Úbeda: Dama de Sueños”, o el Ángel Gabriel en "Natividad"; tampoco el Marcelo del grupo “Sembradores de la Alegría”, desde el que hacía vibrar a los ancianos con sus boleros y melodías exquisitas… A mí me importa en estos momentos el Marcelo hombre, el que hablaba conmigo desde la sencillez, la experiencia de las batallas perdidas y los temores de su corazón. Marcelo se creía eterno. Jamás hablaba de la muerte. Ella no existía en su calendario. Él era una persona atrapada en sus fobias, sus manías, sus aprensiones…, sus sueños. Propio todo, no de un ente vulgar, sino, por contrario, de un hombre especial con demasiadas cicatrices en la entraña. De un ser que, ya desde niño, fue duramente golpeado por el dolor, el hambre y el verse huérfano de padre. Que de joven supo aprender sin descanso de la sabiduría de su maestro, Paco Palma Burgos, y dar lo mejor de él mismo. Que de adulto se hizo respetar desde su impecable elegancia y su porte de artista extraordinario. Y que ya de mayor supo volar por la nostalgia de sus propias transparencias llenas de colores.

Al final, poco antes de su partida al infinito, pude visitarlo en su estudio. Hablamos de muchas cosas, tantas que hasta me habló de Dios… De ese Dios especial para él, propio suyo, muy humano, particularmente divino. Y cuando nos despedimos, él se quedó algo triste, porque aunque me pidió que de nuevo volviésemos a hacer teatro, sabía, desde algún rincón de sus adentros, que ya sería imposible. Yo…, yo me alejé dándole ánimos, pero rota la sangre. Algo me decía que era nuestra despedida en este mundo. La sombra de la guadaña estaba ya dibujada con demasiada fuerza en las pupilas de sus ojos.

Adiós, Marcelo, hasta pronto. Nos volveremos a ver para seguir continuando nuestra hermosa amistad y seguir hablando de nuestras cosas, de nuestras muchas cosas. Y para que tú me sigas llamando, inmerecidamente, “maestro”, y yo a ti, con todo merecimiento, “genio”. Descansa en paz, amigo.


4 comentarios:

  1. Muchísimas gracias Ramón. Un fuerte abrazo. Salomé Góngora

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  2. Bellas palabras para un amigo y para un maestro del arte de la pintura y escultura.., siempre le recordaremos..., d.e.p. amigo Marcelo.

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  4. Ramón gracias por saber expresar lo que nosotros sentimos y no somos capaces de llevarlo al papel como tú. Mi recuerdo y oración para Marcelo y mi abrazo para toda la familia.

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