martes, 2 de septiembre de 2014

LA MONEDA HEREDADA

Antes de morir, su madre le dijo que le trajese una pequeña caja que escondía en la parte baja del armario. El hijo se la trajo pensando tal vez que en ella habría algunos cientos de euros o alguna joya de gran valor, pero no, sólo había una moneda. “Toma, hijo mío, esta peseta… y tenla siempre guardada en alguna caja de tu casa. De este modo nunca te faltará para comer.”

El hijo tomó la moneda y la miró entre la decepción y la incredulidad. Era una simple peseta de Franco, de níquel y cobre. Una moneda que guardó sin darle mayor importancia. Cosas de viejos, supersticiones de mayores. “Guárdala. Siento no tener mucho más, pero ten por seguro que a mí, si bien nunca he tenido para lujos, no dejando la caja vacía, guardando siempre en ella una peseta, he mantenido la seguridad de que no me faltaría para comer ni para que tú estudiaras. Y así ha sido.”

La mujer fue enterrada y el hijo, que hacía algunos años había terminado Magisterio, andaba buscando trabajo en lo que fuese.

Coincidí con él la primavera pasada en Córdoba. Estaba yo en el parque con mi nieto. Fue él quien me llamó la atención. Estudió como interno en SAFA de Úbeda e hizo las prácticas conmigo. Entonces, mientras hablábamos, pasó un chaval repartiendo tarjetas de propaganda: “Compro oro y monedas antiguas”.

Nada más leerla, entre risas, mi viejo alumno de prácticas me dijo: “Si yo tuviera oro iba a estar aquí. ¿Sabes? Aunque una moneda antigua sí que tengo…, una peseta de la época de Franco que me dejó mi madre como herencia. Tiene tela.” Fue entonces cuando me di cuenta de que no andaba bien económicamente. Me contó que vivía de echar jornales, que marchó a Francia a la vendimia, que había estado en la aceituna y que ahora se mantenía de la subvención del paro… No se casó ni tenía novia. “¿Necesitas dinero?” Le pregunté. “No. Tengo para sobrevivir. La buena de mi madre me dejó una peseta para que nunca me faltara para comer. Y la verdad es que así ha venido siendo. Pero para poco más, la verdad.” Entonces yo, para romper la tristeza creada, le dije: “Pues mira a ver si esa peseta es de 1946. Esa moneda se cotiza bien. Creo que los coleccionistas vienen dando unos seis o siete mil euros por ella.” Se río. Nos reímos. Se despidió y prometimos volver a vernos. 

Pero no había pasado ni un cuarto de hora cuando lo vi llegar de nuevo. “¿Has dicho que una peseta de 1946 vale unos seis o siete mil euros?” “Hombre, yo de numismática no sé mucho, pero eso tengo entendido.”  Le respondí. “Pues mira qué casualidad.” Y me mostró una peseta perfectamente bien conservada. En ella se veía le efigie de Franco y bajo su perfil la fecha: 1946. “Amigo, ya tienes para salir del apuro. En esa tarjeta pone que te la compran…” Y salió a toda prisa…, pero de repente se detuvo. Volvió hacia mí y con lágrimas en los ojos me dijo: “No puedo venderla. Hay cosas que valen más que todo el dinero del mundo.” Y acariciando la vieja peseta con sus dedos… se perdió lentamente.

Este sábado pasado, en Córdoba, hemos vuelto a encontrarnos. Estaba mucho más feliz que la última vez que nos vimos: “¿Sabes una cosa? El uno de septiembre comienzo a trabajar como maestro en el colegio de los Trinitarios”.

Y me emocioné. Me emocioné tanto que lo abracé con toda el alma. “Lo de la moneda funciona. No te deshagas nunca de ella, amigo.” Le dije. “Ni borracho.” Me contestó. Y entre risas nos fuimos a celebrarlo. Había motivos: una vez más la vida pagaba bien a quien bien obra.




No hay comentarios:

Publicar un comentario