¿Quién dice que la espiritualidad ya no tiene sentido, que
ha muerto? ¿Quién dice que hoy lo que hay que hacer es pasar de todo aquello
que tenga relación con la trascendencia? ¿Quién dice que el arte religioso ya no
tiene porvenir, que sólo puede llevar al fracaso?
Nuestra cultura y nuestra historia están íntima y
profundamente ligadas a la fe. Las mejores obras de la literatura, de la
poesía, de la música, de la pintura, de la arquitectura, de la escultura… están
relacionadas con el tema de la religiosidad. Todos los maestros clásicos lo han
tocado y se han sabido profundamente congratulados con ello…

Sin embargo, en nuestro tiempo, los movimientos pragmáticos,
hedonistas y relativistas nos intentan hacer creer que todo lo relacionado con
las creencias ya no tiene sentido, no es válido, nada aporta, porque lo
consideran, si no como un volver el pasado, sí, cuando menos, como un quedarse
estancados en el presente. Y no es así. Por más que nos quieren cerrar los ojos
a la verdad de la existencia, toda persona reflexiva, libre, que dedique un
tiempo a la meditación personal, se dará cuenta de que dentro de ella hay una
dimensión que asciende más allá de la puramente carnal, que hay un deseo de
trascender, incluso una necesidad de acudir a un Ser Superior en el que buscar
comprensión, ayuda, esperanza, gozo, vida...
No somos mera materia. Sentimos en el alma el amor, somos
capaces de perdonar, queremos construir, ansiamos mejorar, soñamos con un mundo
mejor, buscamos la felicidad. Es decir, tenemos grabado en la conciencia un
especial tatuaje que nos recuerda que no somos ni plantas ni animales, que
somos seres especiales, capaces de pensar, de sembrar, de crear, de conocer y
conocernos, de comprender que venimos del olvido y vamos a la muerte, pero que
al mismo tiempo algo nos dice que puede haber un más allá, un nuevo modo de
continuar existiendo, una forma de ser unidad en la Unidad.
Y por más que desde todos los medios, por infinidad de
intereses y motivos, y porque ello nos hace más esclavos y dependientes, menos
libres, luchen por emborronar nuestro adentro, y así quede paralizado,
acorchado, insensible, no hay más que dar a conocer algo que tenga sinceridad
creativa, que despierte el ánimo del corazón, que nos haga ver que el camino de
la espiritualidad, incluso el del misticismo, no ha muerto, para que nos
sorprenda la reacción de la gente.
De ahí que, aunque muchos se extrañen, cada vez que
represento una obra teatral de carácter religioso, los teatros y lugares de
representación se llenen. Durante lustros, el Grupo de Teatro que dirijo ha
representado la obra acerca de la vida de Jesucristo, y ni una sola vez, en más
de sus trecientas puestas en escena, ha quedado una sola butaca vacía.
Ahora, por el mismo grupo teatral, estreno la obra “El poder de la oración”, que he escrito
en homenaje a Santa Teresa de Jesús. Y nada más poner las invitaciones a
disposición del público, se agotaron, teniendo que representarla al día
siguiente, y para la cual, en una sola tarde, se volvieron a agotar todas las
invitaciones.
¿Y eso por qué? ¿Cómo un grupo de aficionados puede lograr ese
éxito? ¿Cómo va ser eso posible si cuando se representan obras teatrales, modernas,
laicas, agnósticas…, por compañías de actores profesionales, superconocidos y
famosos además, siempre hay pocos espectadores?
¿Cómo puede Maranatha llenar los teatros una y otra vez con
sus obras y en especial con sus obras de carácter religioso? ¿Cómo puede ser
eso posible? ¿Qué misterio encierra? Me preguntan. A lo que yo, con humildad, suelo
responder: No hay ningún misterio, es, sencillamente, que, en el fondo, la
sociedad tiene hambre de Dios.