miércoles, 17 de junio de 2015

LAS ALAS QUE DAN LOS AÑOS

Decía el gran Ingmar Bergman que “envejecer es como escalar una montaña, las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre y la vista más amplia y serena”. Y es verdad. Conozco a muchas personas que después de una vida muy activa en sus respectivas profesiones y labores sociales, políticas y culturales, después de llegar a una cierta edad, han optado por retirarse a su particular monasterio de Yuste, en donde vivir sus soledades y sueños personales con el fin de dejar crecer sus alas en pura libertad sin impedimentos ególatras y alcanzar una vista más infinita y en calma.  

Toda persona que traspasa los sesenta, en mayor o menor medida, sabe que por mucha buena salud que goce, está mucho más cerca del atardecer que del sol del mediodía, y no digamos del de la mañana, y que la tierra anda ya construyéndole un cobijo hondo para su reposo infinito. De ahí que las personas mayores se hagan más sabias, más valientes, menos miedosas, y de ahí también que tomen la decisión de olvidarse de los poderosos y poner fin a cualquier tipo de pleitesía a los impresentables. Igual piensan que es la hora justa de dejar de acudir a compromisos que no van ni con sus ideas ni con sus convicciones. Ni a actos que organizan quienes sólo se acuerdan de ellos cuando buscan les sirvan de relleno, de bulto o de notorios palmeros. También toman la decisión de dejar de tragar sapos y que por no molestar, por no crear problemas, por mantener unidades de grupo, han tenido que devorar en infinitas ocasiones.

Y es por ello también por lo que huyen de lo chabacano y mediocre que tanto nos invade y tanto se fomenta. Y de las falsas estructuras altruistas que parten de necesidades económicas pidiendo ayudas y subvenciones y que no son más que disfraces para esconder bajo las apariencias de los soles dorados intenciones y réditos espurios, elegantes tapaderas del baúl de las codicias farisaicas. Y huyen de los laberintos de los intereses creados. Y de las sectas ideológicas que se atribuyen la autoridad moral de las cosas y enjuician y etiquetan según seas o no de su onda. Y huyen de los que sólo se acuerdan de tocar las campanas el día que ellos van a dar la misa. Y de los que se las dan sin ser nada. Y de los que se ocultan en la capa de hacer por los demás cuando lo hacen por ellos mismos. Y de aquéllos que quieren aparentar lo que no son para que los que son los dejen entrar en sus círculos de influencias, poder y honores. Y de los que creen que los pueblos les pertenecen. Y de los que buscan los primeros sitios y aparecer en todas las fotos. Y de los que están ebrios de sillones y moquetas para su propio beneficio.

Y todo esto me lo terminaba de confirmar un viejo amigo, periodista jubilado y pintor, el otro día, al encontrármelo por la calle cuando me disponía a acudir a una conferencia a la que me sentía obligado por un compromiso con el organizador y pedirle que me acompañara. “Lo siento –me dijo–, pero a bastantes conferencias he ido ya por narices. Estoy cansado de entrar en el círculo de las parafernalias, de las modas pasajeras, de las cartas marcadas, de para quedar bien… Y me da igual lo que piensen y lo que digan… Ahora creo en lo que quiero, y pienso como deseo, y escribo y pinto lo que me parece. Ahora voy y vengo, asisto, realizo, salgo, entro y acudo… donde me da la gana. Sin más.”

Y le di la razón. Y se la di hasta el extremo de darme media vuelta y marcharme a mi casa. Al encuentro de un libro que me esperaba y que una amiga mi había regalado la semana anterior: “Azúcar amargo”, de Christopher Hartley.

Y es que eso es lo que estamos viviendo, una especie de azúcar amargo, una dulce apariencia que al tragarla te deja siempre un regusto a agrio, a desasosiego, a disconformidad, porque nos la comemos en la mesa de la más grandiosa hipocresía. Y al probarla todos decimos que es dulce, pero al quedarnos solos la escupimos porque está llena del mal sabor del egoísmo, el vacío y la falsedad.

Más tarde, al acostarme, meditando sobre lo que me había sucedido, me vino a la mente el pensamiento del poeta Emerson, cuando decía: “La madurez es aquella edad en que uno ya no se deja engañar por sí mismo”. Y pensé: ¡qué razón lleva! Después, dejé volar los sueños y me dormí feliz. Y es que, al fin y al cabo, es eso: que los años no perdonan… O mejor dicho, como decía el anuncio aquél: que te dan alas.



No hay comentarios:

Publicar un comentario