miércoles, 9 de diciembre de 2015

RECOMPENSAS DE UN MAESTRO

La más hermosa recompensa que puede recibir un maestro es el cariño, y no sólo de los que son sus discípulos, sino, sobre todo, de los que lo fueron. Nada más gratificante que encontrarte con un viejo alumno y ver que te mira con aprecio y consideración.  

Yo, que lo he sido por tiempo de cuarenta años justos, sé de lo que hablo. Y ahora, ya jubilado, recibo, si no muchas, sí, de vez en cuanto, alguna que otra recompensa.

Confieso que he tratado a todos los alumnos y alumnas que he tenido con respeto y comprensión. A nadie he pegado, ni insultado, ni ridiculizado. A nadie tampoco he expulsado de clase. Es más, me congratulo de haberme llevado bien y ayudado, en general y en todos los sentidos, a mis educandos, y de un modo particular a los difíciles, especiales, problemáticos, pobres, gitanos… Tal vez porque yo en mi infancia sufrí duras discriminaciones y, en cierto modo, no podía evitar verme en ellos: incomprendidos, enjaulados, arrinconados, desmotivados, indiferenciados, desprestigiados… 

Y mereció la pena, porque ahora, transcurridos los años, compruebo que muchos de estos alumnos me estiman, demostrándomelo incluso con más vehemencia que otros que terminaron grandes carreras universitarias. Aquellos alumnos “difíciles”, “complicados”, “malos estudiantes”…, que ninguna licenciatura llegaron a obtener, me llaman desde donde me ven, se paran, me sonríen con gozo, me saludan con entusiasmo y me comentan acerca de su vida y de su trabajo.

Sirva como muestra de ello la vivencia que tuve una tarde de la pasada primavera, cuando andando por un sendero a algo más de cuatro kilómetros de Úbeda, distraído en mis pensamientos, escuché que alguien me gritaba desde lejos: “¡Don Ramón! ¡Don Ramón!” Me asusté y me detuve. Segundos después pude ver que por entre los olivos aparecía un antiguo alumno mío, de los difíciles, con un buen manojo de espárragos. Me saludo con afecto. Hablamos. Le dije que me gustaban mucho pero que era incapaz de verlos. Me llevó con él y me mostró una zona donde abundaban las esparragueras y cómo de entre ellas o cercano a ellas brotaban los espárragos. Me enseñó el modo de cortarlos con una pequeña navaja que tenía… Me alegró la lección, porque estaba dispuesto desde esa hora a ser un esparraguero más. Pero lo emotivo fue que al despedirnos me dejó en mis manos todo el manojo que llevaba: “Para usted, don Ramón, para que esta noche se haga una buena tortilla”.

Y viene todo esto también a cuento de lo que me sucedió ayer. Verán, hace tiempo, estando en el IES Los Cerros, en el primer ciclo de secundaria, había en la clase de 1º B un gitano más que problemático. Iba a lo suyo. Hacía lo que quería. Se escaba del centro saltando la valla. Se enfrentaba a los profesores. Vivía más en la sala de alumnos que en el aula… Pero hacía todo lo posible para no perderse las tres horas semanales de Geografía e Historia que yo impartía. Eso de escuchar hablar de los hombres primitivos, el planeta Tierra, las estaciones del año, los griegos y los romanos…, le entusiasmaba. Recuerdo que una mañana llegó con un coche teledirigido flamante. Me hizo una demostración de su funcionamiento y luego se puso a atender sin dar el menor problema. Días más tarde fue llevado a un correccional. Dejé de verlo por tiempo de más de tres meses. Hasta que alguien me dijo que se había escapado del centro de menores. Mi sorpresa fue que ese mismo día, al salir del instituto, estaba esperándome en la puerta para verme. Me alegró mucho el gesto. Hablamos un rato. Le reproché su modo de actuar, le dije que intentará aprender en esa institución y que no cometiera más errores. Años después supe que cumplía condena en la cárcel.

Pero ayer, en Córdoba, tomando un descafeinado y un pastel en una cafetería, se me acercó un joven elegantemente vestido para decirme que estaba invitado. Lo miré con sorpresa, pero no lo reconocí. “Soy…”, y me dijo su nombre, añadiendo: “el gitano que iba a sus clases en el instituto”. Y nada más decírmelo me lancé a él y nos dimos un abrazo fuerte, enormemente fuerte, tan fuerte que los dos teníamos al mirarnos los ojos vidriados por las lágrimas.

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