sábado, 2 de noviembre de 2019

EL CAMPO DE BATALLA DE LA VIDA


La vida es un campo de batalla. La extensión del tiempo es una zona entre dos trincheras desiguales. Nada más nacer llegas desarmado a la que te corresponde y estás obligado a avanzar. En frente te asignan a un francotirador que, apostado en su parapeto, buscará por todos los medios acabar contigo, de manera persistente, sin parar hasta lograrlo. Cuanto más lejos estás y más medios pones por delante, menos posibilidades hay de que lo consiga. De vez en cuando dispara, pero hay muchas probabilidades de que la bala no llegue, o pase de largo, o solamente te hiera. A medida que avanzas, el peligro es mayor. Y cuando estás muy cerca de su línea, entonces es ya muy fácil apuntarte al corazón y no fallar.
                                
Los francotiradores, espectros casi inmortales, programados, viven de matar. Son seres oscuros, invisibles, sin conciencia, inmisericordes, persistentes, obstinados.

Son defensores a ultranza de un enigmático territorio de sombras. De vez en cuanto, los que están en la misma zona, deciden ponerse de acuerdo a la hora de disparar, y si lo llevan a cabo con insistencia se habla de grandes tragedias y accidentes colectivos.

Los de esta parte vamos bordeando parajes, escondiéndonos entre rocas, arrastrándonos por el suelo, nadando por ríos, resguardándonos entre árboles… Hasta que la bala nos alcanza. Entonces, el final puede ser inminente o, de ser heridos, entrar en un periodo de convalecencia de la que se puede o no salir. Y de salir, seremos irremediablemente dianas de nuevos disparados. Y así hasta que llegue el impacto certero y definitivo que te convierta en polvo. No hay escapatoria.

Durante el recorrido de avance, intentamos no pensar en la amenaza, trabajar para poder subsistir, distraernos, divertirnos, entretenernos, relacionarnos y mal relacionarnos, ir tirando… Y aunque sabemos que allí enfrente tenemos a nuestro impasible e incansable francotirador con el rifle cargado, buscamos olvidarlo, pensando en el fondo que fallará, o andará dormido por largo rato, o que soy tan listo que puedo driblando con agilidad haciendo difícil que me abata… Hay quienes incluso creen que tras caer contra el suelo atravesado por el proyectil, si tu avance ha sido honesto, dado al amor y la ayuda, y con fe en un Dios, podrás atravesar la ciudad de la oscuridad de los tenebrosos francotiradores y llegar a un reino de la luz infinita y eterna.

¡Quién sabe! Lo único cierto es que morimos mientras avanzamos. Que vemos con absoluta claridad que quienes iban por delante, o a nuestro lado, e incluso por detrás, van cayendo, desapareciendo, deshaciéndose, dejándonos… Y que nada podemos hacer por evitar que nuestro asesino, tarde o temprano, se salga con la suya. No hay manera. Él es tan imperturbable, duro y frío que no se deja sobornar, ni engañar, ni doblegar. Ni siquiera conoce el olvido. Te la tiene sentenciada desde el mismo momento de ser y no parará hasta salirse con la suya.

Yo conozco al mío. A medida que me voy acercando a él, sin verlo, veo que anda dejando escapar una mueca de jactancia por ese extraño rostro suyo medio tapado por el fusil que fijamente me apunta con el dedo puesto en el gatillo.  

Y desde aquí, antes de caer, quiero que sepa que lo perdono dentro de la pena que me da. Al fin y el cabo, además de tener un aspecto horroroso, no es un ser libre, por lo que bastante desgracia tiene ya. ¡Bah!


No hay comentarios:

Publicar un comentario