Que España no es monárquica lo
sabemos todos. Por eso, cuando don Juan Carlos de Borbón sucedió a Franco como
heredero no tuvo más remedio que ceder el poder y crear un estado democrático
en el que cupieran todos los partidos políticos. De no haberlo hecho, tarde o
temprano, hubiéramos tenido gravísimos problemas y conflictos.
De este modo, y tras la
Constitución del 78, el rey se queda como Jefe del Estado a perpetuidad y el
pueblo elige, mediante sufragio universal, al resto de gobernantes.

Hasta aquí no hay nada que
objetar. Lo que ocurre es que el poder corrompe, y más a quienes se perpetúan
en él. Y aquí viene el problema. El rey Juan Carlos I, orgulloso de su labor,
siempre jaleada por cuantos le rodean y medios de comunicación, se ha ido poco
a poco creyendo que se lo merecía todo. Y como buen Borbón ha ido teniendo sus
devaneos de faldas, consentidos por los presidentes y miembros de los servicios
secretos, que no solo lo toleraban sino que lo protegían. Se pensaba, además,
que el pueblo en general, en caso de salir estas cosas a la opinión pública, no
lo vería tan mal. En el fondo y pese a tanto feminismo de cartón piedra, se le
aplaudiría bajo cuerda viéndolo como un machote digno de salir en “Sálvame” y competir con los
innumerables vende vidas que por ahí pululan disputándose el honor de ver quién
ha colocado más y mayores cornamentas en la selva de la inmundicia. Es decir,
que eso de tener relaciones extramatrimoniales no solo está a la orden del día
en nuestra sociedad sino que, de alguna manera, hasta se valora.
Y poco a poco también, dado sus
muchas amistades con peces gordos, sobre todo con los ricos jeques de Oriente
Medio, ha ido recibiendo regalos y –yo no sé, pobre de mí– si también
comisiones por los negocios que lograba de manos de empresarios. Lo cierto es
que a sus ilustres manos han llegado, que sepamos, obsequios, aparte de
pequeñeces como jamones ibéricos, valiosos relojes, lujosas plumas, una pistola
con piedras preciosas, joyas y demás bagatelas, otros como el palacio de La Mareta
en Lanzarote, el yate Fortuna y varios Ferraris. Estos últimos regalos donados
al Patrimonio Nacional al verse obligado a tener que pagar los correspondientes
impuestos.
Y ya está bien de pagar. Aquí,
donde todo el mundo defrauda a Hacienda, ya he pagado bastante donando estos
tesoros. Así que lo que me den en dinero lo guardo en bancos extranjeros. Debió
pensar. Y no hago nada malo. Además, la balanza está más que equilibrada. Ya he
dado y doy demasiado al Estado trayendo numerosos negocios que lo favorecen.
Como aquel mandamás de una ONG de ayuda al tercer mundo que, cuando el que le
sustituyó en el cargo descubrió que se había quedado con dinero de algunos
donativos y limosnas, expuso sin cargo de conciencia que también cada vez que
había tenido junta directiva invitaba a los miembros en el bar de la esquina
pagándolo de su bolsillo. ¿O eso no cuenta? Vaya la uno por lo otro. ¿No?
Y ahora, cuando los de extrema izquierda han considerado que es un buen momento para cambiar de régimen e implantar su
dictadura del proletariado, apoyándose en las investigaciones de la Fiscalía
suiza respecto a más de sesenta y cinco millones de euros “regalados” por don
Juan Carlos a una de las amantes de turno y tras las pérfidas declaraciones de esta,
que ha engañado de manera extraordinaria al engañador, han sacado sin
miramientos todo esto a relucir y han logrado, como gran paso para acabar con
la Monarquía e imponer sus sueños dictatoriales, que el rey emérito se vaya del
país sin saber, durante dos semanas, nadie a dónde ni, por lo pronto, hasta
cuándo. Y malo. Un rey no se va así porque sí. Primero, porque se toma como
huida. Segundo, porque al hacerlo da a entender que se está confesando
culpable. Si uno no ha hecho nada malo, no tiene que salir de su país
despechado, aunque esté todo el mundo en contra diciendo que es un sinvergüenza.
Ya lo expuso Anthony de Mello en un bellísimo relato. Cuando al maestro Zen le
atribuyeron, bajo toda clase de improperios, la paternidad de una criatura que
había dado a luz una joven soltera y le llevaron el niño para que se hiciera
cargo de él, solo dijo: “Muy bien, muy
bien…”. Quedando desprestigiado y despreciado por todos. Pasado un año, la
chica confesó que en verdad el maestro no era el padre sino otro chico que
vivía en la casa de al lado. Entonces, fueron todos a rogarle al maestro perdón
y a pedirle que el niño les fuera devuelto. El maestro solo dijo: “Muy bien, muy bien…”
Pues eso es lo que tenía que haber
hecho Juan Carlos I de tener o no grandes trapos sucios. “Muy bien, muy bien…” Y dejar que la justicia obre. Es más, de no
tenerlos, pedir con insistencia que obre. Y si la justicia obra y sale culpable,
lo acata y sufre con hombría las consecuencias. Lo cortés no quita lo valiente,
quedando de este modo también menos empañada su gran obra