domingo, 8 de noviembre de 2020

HOMOSEXUALES

Llevamos milenios despreciando, discriminando y condenando a los homosexuales, tachándolos de todo, desde degenerados a pervertidos. Por lo que, a lo largo de los siglos, muchos de ellos han sido no sólo juzgados y maltratados, sino condenados a muerte… Y continúan siéndolo, pues en no pocos países, y no muy lejos de aquí, aún son conducidos a la horca. 

Y presos bajo tantas rejas, los homosexuales han ido superviviendo como han podido. La inmensa mayoría haciendo como que no lo eran, disimulando hasta el extremo, disfrazándose constantemente como si de un perpetuo carnaval se tratara. Muchas veces, casándose y teniendo que capotear el temporal de la mejor manera posible. Otras, en soltería, dejando pasar el tiempo y secándose cada anochecer el agua fría y abundante caída de la lluvia de las críticas y las incomprensiones. Y no pocas, para qué nos vamos a engañar, ingresando en órdenes religiosas u ordenándose sacerdotes para así encontrar el respeto debido y darle sentido a una vida que de otro modo les hubiera resultado horrenda y miserable. 

Y qué tremendo todo esto. Tan tremendo como delicado. Tan delicado que uno ha de andarse, en pleno siglo XXI, con mucho cuidado ante lo comprometido del tema. Y el tema es que hay miles, millones de homosexuales por el mundo… sin tener culpa de serlo. Seres condenados a encontrarse habitando en un cuerpo que no es el que plenamente les corresponde, sentenciados de por vida a la angustia de ser lo que son, turbados y confusos por sentir atracción hacia personas del mismo sexo, castigados a no poder realizar una convivencia formalizada y pública… Y encima, se les estigmatiza, se les marca y se les etiqueta… Y se les dice que de relacionarse comprometidamente están perdidos; que, de abrazarse, andan en la perversa obscenidad; que, de confesarlo, están señalados… Y lo más tremendo, que si dicen…, y aun sin decir, están condenados al infierno, no se salvarán. 

Y los más convencidos de esto, mire usted por donde, los radicales con ellos, aparte del Islam y grupos extremistas varios, son los que se declaran severos custodios de la fe basándose en que así lo dice la Biblia. Como si la Biblia se escribiera para ser tomada al pie de la letra. Como si los textos sagrados fueran inalterables en todos los sentidos y no dados a la interpretación. Como si el capítulo con Galileo no nos hubiera servido… Como si no tuviéramos infinidad de antecedentes con respecto a otros hechos y aconteceres bíblicos que han quedado claramente desfasados o a los que, siguiendo el signo de los tiempos, se les ha dado otra significación más acorde con la vida, la ciencia y los avances sin que haya pasado nada. 

Sólo por señalar algunos: la sangre, los animales inmundos, el nulo valor de la mujer, la impureza menstrual, la pena de muerte para el hombre y mujer adúlteros, la lapidación, la prohibición de los tejidos de más de un hilo, la esclavitud permitida, la poligamia, el repudio, la norma de pasar al filo de la espada a todos los enemigos al tomar una ciudad, el cortarle las manos a la mujer que agarra la zona genital de quien anda golpeando a su esposo buscando defenderlo, la ley del levirato, el sometimiento de la esposa, el silencio de las mujeres en las asambleas…, o aquello de que el obispo sea marido de una sola mujer… Y tantos otros, fruto de un modo de pensar, de unas circunstancias históricas particulares, de una manera de entender y adaptarse a la sociedad en el tiempo. 

Modos y maneras que fueron también puestas en evidencia por el mismo Jesús de Nazaret, quien vino a mostrarnos que la suprema ley es el amor a Dios y al prójimo. Él mismo nos dio ejemplo acercándose a los más impuros y discriminados mostrándoles misericordia. 

Creencias, actuaciones y costumbres que han sido superadas ante el avance de la historia. Entendiendo que eran otros tiempos ya claramente desfasados. A lo que hay que añadir también malas traducciones del lenguaje bíblico e incluso tergiversaciones interesadas por copistas. Nadie en su sano juicio, por ejemplo, puede hoy condenar a no heredar el reino de los cielos a alguien por el solo hecho de ser, literalmente, “afeminado” (1 Cor 6, 9-10). Es claro que la palabra esconde mucho más de lo que en nuestro lenguaje actual parece decir.

Pues de igual modo, lo más seguro es que algún día, a los hombres y mujeres homosexuales –a los que tanto daño han hecho y hacen los provocadores amanerados pendencieros blasfemos, los escandalosos saltimbanquis del orgullo gay y los pervertidos cruzados de acera a causa del hastío inmoral, el vicio y la depravación–, esos que lo sienten en la hondura de su ser, conscientes de la imposibilidad de dejar de serlo sin que por ello tengan que sentirse orgullosos de nada, la sociedad los reconocerá y se dolerá por los errores cometidos, la discriminación homófoba de siglos y la incomprensión sembrada en ellos, y los considerará y respetará con absoluta normalidad. Y, como ya se viene haciendo, les abrirá las puertas de la plena integración con leyes justas. Y hasta puede que la Iglesia encuentre también con el tiempo el modo de encajar plenamente dentro de ella, desde el amor y la comprensión, y también desde la exigencia de un verdadero compromiso, tan evidente realidad. 

Por lo pronto, el papa Francisco ya ha dado algunos pasos al respecto a sabiendas de las tormentas que le vendrían encima. Las mismas que le cayó a Jesús cuando dijo que la ley se hizo para el hombre y no el hombre para la ley.

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