jueves, 9 de junio de 2022

CONSTANTE DESPEDIDA

Vivir es una constante despedida.

 

Cada día, cada hora, incluso cada segundo nos andamos despidiendo de algo o de alguien. Vemos lo que ya nunca más volveremos a ver de igual manera. Una nube, un rayo de sol en el jardín del patio, un niño o un anciano que cruza cerca de la ventana, una ropa tendida en el balcón, un pájaro que pasa atravesando el cielo, un chorro de agua danzando en una fuente, un amor de juventud, el primer beso, el primer abrazo, el primer sueño…, y unos padres que se fueron y unos abuelos con los que apenas convivimos…, y muchos familiares y amigos con los que hemos compartido gozos y tristezas, sacrificios y confidencias…, y, de golpe, ya no están, ya no estarán jamás…, se marcharon en el tren del olvido y nos dejaron ahítos de tristeza.

 

No hay más que pasear por los lugares de la infancia para comprobarlo, desde la perspectiva de la lejanía, con mayor claridad. Cruzar las calles de niño es saber que todo ha cambiado, que, aunque se acerca a ti su imagen borrosa, ya no está, ya no estás, que hay una barrera tan intemporal como espesa que lo impide, que te despediste de él, sin ser consciente siquiera, cuando se subió al tren de la constante partida; como te despediste de los ruidos de entonces, del griterío, de los cantos, de las casas que fueron y ahora están, si no ruinosas, remodeladas, de los compañeros que nos salen al paso cual espectros invisibles, de la vecina que nos regañaba porque hacíamos demasiado escándalo pateando la lata, del perro sin dueño que era de todos, del viejo gruñón al que molestábamos golpeando el llamador de la casa, ahora abandonada y fría, con un hilo que se alargaba hasta algún ridículo coche aparcado enfrente, tras el que nos escondíamos de manera desvergonzada… Todo perdido ya, todo lejano, todo muerto.

 

Y aquí vivía este y aquella y aquel. Y de cada uno guardamos una imagen fija, un momento concreto, un instante que no quiere ser enterrado del todo en la memoria porque entonces la amnesia nos haría sangrar el alma de terror. Los recuerdos son aliento que nos sostiene para no desfallecer en el camino. Son estrellas fugaces que nos mantienen en alerta para que no escondamos en el bolsillo del ser el pañuelo del adiós mientras los trenes van pasando con dirección el horizonte del no retorno. Son estupefacientes para hacernos creer eternos en un mundo efímero, porque, aunque todos nos sabemos mortales, la muerte siempre queda lejana y nunca es nuestra sino de los demás. 

 

Pasear por estos lugares nos da la medida justa de las muchas, casi infinitas despedidas que hemos realizado. Algunas, despedidas ligeras, casi imperceptibles, livianas…, y otras, despedidas inmensas, dramáticas, trágicas… Cadáveres sobre los hombros que cada vez pesan más.

 

Y así una y otra vez, despidiéndonos constantemente, dejando atrás estelas de vida, cenizas sin forma, humo sin conciencia. Y así hace años, y así el mes pasado, y así ayer…, y así hoy mismo, y así en este preciso momento en que golpeo las teclas del ordenador y me equivoco en una letra y tengo que borrar la palabra. Cuántas despedidas al escribir este texto, al corregir, al retocar, al fijar… Tantas despedidas por segundo en la vida, con tanta rapidez que…, cuando menos lo espere, me habré despedido de mí mismo de forma total y ni me habré dado cuenta.

 

Y es que, a fin y al cabo, vivir es un lápiz que va dibujando presentes y al mismo tiempo una goma que los va borrando, dejando solo pequeñas manchas, como de agua, que ya el sol de la oscuridad se encargará de secar definitivamente. 

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