Diciembre de nuevo. El invierno se encuentra ya a la vuelta de la esquina. El frío se mete en los huesos y el hogar abraza con su lumbre. Las cuatro velas del Adviento ya han empezado a encenderse como anuncio de una venida de siglos que está cerca. Las casas se llenan de adornos y suenan canciones de paz y de esperanza. El corazón de las personas se vuelve más humano y más solidario. Y todo nos parece más bello y hermoso… Es Navidad.
No hay, en verdad, demasiado interés en comprar luces y bolas de colores, en levantar el gran árbol en el salón, junto a la chimenea, por donde bajará Papa Noël en la nochebuena para dejarnos los regalos, ni enchufar el pequeño portalito con su luz roja titilando en el fondo del horno que guardas en el despacho y compraste en las tiendecitas de los mercados navideños de otra ciudad con suma ilusión en aquellos años en que la vida te parecía larguísima y aún quedaba mucho por hacer.
Pero lo hacemos. Nos esforzamos por nuestros hijos y nietos. Ellos andan en la edad de la vida en la que parece que los años nunca se acabarán y todo se sobrevalora, inmersos en sus luchas de conquistas, en sus anhelos de sacar adelante a sus vástagos, en sus sueños de pasarlo bien y disfrutar. Y se alegran con cualquier regalo que les haces. Y los ves dichosos. Y, sobre todo, ves las caras emocionadas de los pequeños ante la sorpresa que les ha traído el viejo de barba blanca que todo lo hace mágico. Y sonríes, y te sientes orgulloso y, aunque te duela el alma, disimulas aceptando en tu interior que lo que tienes son achaques de la edad, fruto del peso de los días infinitos, y que has de ocultar porque lo importante ahora no eres tú, sino los demás.
Y como suele pasar siempre, sin que nadie pueda evitarlo, pasará diciembre dejando atrás una estela de copas usadas, junto a botellas vacías y migajas sobre las mesas, y un cansancio entre silencios, fruto de tantas reuniones y comidas y brindis compartidos… Y ya, de vuelta, solos, cuando la casa se quede desocupada de inquietudes y gritos alocados de inocencias y las perchas vacías de abrigos y bufandas, ella y yo nos miraremos y nos resultará muy duro tener que desmontar, envolver en papeles y meter dentro de cajas de cartón los reyes y los pastores, y los ángeles y la Virgen y su esposo y el niño Jesús…, el buey y la mula, y desconectar las luces y desmontar los adornos, con la mirada puesta en el siguiente diciembre que nos parecerá lejano, lejanísimo, tan distante que creemos difícil que lo volvamos a vivir.
Y todo esto no es melancolía, ni tristeza, ni amargura…, es la sinceridad de mirar de frente a la realidad y aceptarla en su justa dimensión, la de admitir que vamos de paso y que el camino tiene un final que ya vemos próximo, y que al hacer una parada y girar la vista atrás, aparte de ver, como diría el poeta, una senda que no has de volver a pisar, ves, a manera de mudos fantasmas caídos sobre la tierra, a muchos seres queridos con quienes compartiste una inmensidad de días azules y otras muchas navidades blancas.
Diciembre de nuevo. Cerremos los ojos y vivamos con amor este presente que Dios todavía nos regala en este mundo. FELIZ NAVIDAD.
