jueves, 14 de junio de 2018

UNA NACIÓN DE PRIMERA

Solo hace falta estar unos días fuera de España para comprender lo grande que es.

Desde la distancia, con la perspectiva que ofrece la lejanía, uno se da cuenta de que tenemos un territorio mágico y valiosísimo. Y es que somos ricos en monumentos, paisajes, playas, montañas, ríos… Excepcionales en medicina e inventiva… Potentes en gastronomía y productos alimentarios. Geniales en arte, pintura, literatura, poesía, arquitectura, escultura, moda… Maravillosas nuestras fiestas, ferias, semanas santas, carnavales, romerías… Únicos en alegría, color, cante, baile, folclore… Originales en formas de expresarnos, de sentir, de gozar, de vestir, de saber vivir la vida… Competitivos en toda clase de deportes… Y herederos de una Historia gloriosa y sorprendente que nos hizo incluso ser la nación más poderosa de la tierra.

No tenemos, pues, pese a errores y desaciertos cometidos, como todos los países, de qué avergonzarnos. Ser español debería ser un orgullo, un gran orgullo. Muchos extranjeros nos miran con cierta envidia. Nada más saber que venimos de la piel de toro, suspiran y nos hacen saber que darían cualquier cosa por visitar este territorio único y asombroso, y si ya lo han hecho, confiesan que sueñan una y otra vez con volver a visitarlo.

Sin embargo, nosotros, movidos por extraños complejos, nos avergonzamos de nuestra bandera, pitamos nuestro himno, despreciamos nuestro escudo, desdeñamos nuestros emblemas, subestimamos nuestros logros e idiosincrasia, despotricamos de nuestro pasado, pretendemos destruir nuestros valores, buscamos dividirnos, separarnos, resquebrajarnos…

Y todo porque lanzaron sobre nuestro proceder, desde lugares lejanos, leyendas negras, tan ficticias como injustas, que fuimos los primeros en creer. Porque hemos tenido mala suerte con nuestros gobernantes y dirigentes. Muchos de ellos buscavidas, aprovechados, asquerosos corruptos, demagogos, populistas, penosos políticos sin clase ni formación ni ideales de altura. Falsos como una moneda de barro. Y porque nos mueve un ridículo coraje de querer ser importantes sin excesiva dificultad.

Y una última, la peor de todas, la de ser cainitas. Nos gusta levantar para destruir. Nos congratula regodearnos en la porquería. Nos va la picaresca, la pelea, el revanchismo, el odio… Nos cansamos de nosotros mismos. Nos encanta poner etiquetas, ridiculizar al otro, regalar insultos y despreciar a quien no piensan como yo pienso. Creemos que progresar es acabar con lo que hay, sea lo que sea, valga lo que valga. Nos recreamos más en lo malo que en lo bueno. Nos mueve el resentimiento. Nos cuesta perdonar. Nos contenta autodestruirnos. Nos complace remover las heridas. De ahí que, pese a una transición ejemplar y modélica, y llevar ya cuarenta años de democracia, no salgamos de la guerra civil y del franquismo, alimentados desde numerosas plataformas, en especial el cine y la literatura donde siempre los de un bando son los buenos. De ahí también que busquemos cambiar el pasado y nos pongamos las gafas monoculares con las que ver solo el color que interesa. De ahí esa horrible cizaña levantada en muchos corazones y tan difícil ya de cercenar.

Somos una nación de primera con muchos habitantes de segunda y dirigentes de tercera. Por eso hemos olvidado que la unión hace la fuerza, por eso nos hemos resquebrajado en débiles parcelas territoriales y por eso el virus del aldeanismo separatista no ha invadido. Estamos, pues, al borde de arder de fiebre y entrar en coma. ¡Lástima!    

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