domingo, 27 de mayo de 2018

TÚ NUNCA ESTÁS, SEÑOR


En el Pregón del Corpus Christi de Villacarrillo, celebrado el pasado 26 de mayo, en el Teatro Coliseo, en homenaje a los Cincuenta Pregoneros que lo han pronunciado a lo largo de su historia, y en el que intervenimos tres de los que ya habíamos tenido el alto honor de serlo, en el espacio de tiempo que me correspondió, recité cuatro poemas escritos ex profeso para el acto. Uno de ellos, “TÚ NUNCA ESTAR, SEÑOR”, al tener una honda repercusión y serme muy solicitado, tengo a bien publicarlo en mi blog para dar cumplimiento a quienes se interesaron por él, y al mismo tiempo para conocimiento de los amigos que aquí me leéis.   




Tú nunca estás, Señor, tú nunca estás.

Nací en la pobreza de una casa
y tú nunca llegaste para darme
un palacio de mármoles y plata.
Tampoco cuando el frío, por el pecho,
mordiéndome la voz, me congelaba.

Tú nunca estás, Señor, tú nunca estás.

Todo lo más, Señor, esa mañana
que me llevaron niño a comulgar
vestido de blancura y de ignorancias.
Algo grande sentí que me cruzó
llenándome de gozo las entrañas
para por siempre verme abandonado.
Pues siempre anduve solo en la jornada.
Pues siempre me hallé solo contra el mundo.
Pues siempre estuve solo en las batallas.
Yo buscaba entender, y no entendía.
Yo buscaba estudiar, y no aprobaba.
Yo ansiaba vencer, y no vencía. 
Yo quería triunfar, y no triunfaba.

Tú nunca estás, Señor, tú nunca estás.

Tal vez, Señor, lo juro, yo pensaba
que al volver a doblar alguna esquina
te podría encontrar y me abrazabas
y me dabas la gloria de aquí mismo,
esa gloria de sueños que soñaba.
Y no se me cerraran ya más puertas.
Y no me eliminaran de más páginas.
Y no me abandonaran más personas.
Y no me destrozaran más mi barca.
Y no me traicionaran más amigos.
Y no me recortaran más mis alas.
Y no me regalaran más desprecios.
Y no me consumieran ya más lágrimas…

Tú nunca estás, Señor, tú nunca estás.

Tú nunca respondiste a mi llamada. 
Pues nunca me encontré con esa esquina
en la que tú ocultaras tu mirada,
en la que tú estuvieras esperando.
Y así pasó mi tiempo. Y si enfermaba,
eran doctores sabios y la ciencia
quienes siempre, entregados, me curaban.       
Y si lograba algún momento bueno,
era sólo por buenas circunstancias,
trabajo y lucha, siembra y recogida.
Y si mi corazón no se paraba
y gozaba de sol y primaveras
y besaba al amor y fruto daba…,
eran tan solo cosas de la vida,
coincidencias, destellos de las causas.
Y así un día y otro, hasta el presente,
hasta esta justa hora que me marca
en que ando ya cargado de hojas secas
y el invierno me llega con su escarcha
para helarme hasta el fondo de los huesos.
Hora nona la mía que me aplasta
con la fuerza de años y me entierra
en soledad de olvidos por ser nada. 

Tú nunca estás, Señor, tú nunca estás.
Tú nunca está, Señor, tú nunca estabas.

Y así, hasta hace un rato, en que, cansado,
curtidas de dolerme tantas llagas,
incomprendido y triste, solitario,
en ruinas ya por dentro mi atalaya,
desnudo de ambición y vanidades,
sabiendo que el reloj se me adelanta,
he vuelto para ver si puedo hallarte
en un esfuerzo último, con ansias, 
antes de que la muerte me apuñale
y me envuelva en su sucia telaraña
y me convierta en polvo y en ceniza. 
Por eso te he buscado en la esperanza
de encontrarte en la hondura de las rosas,
en el profundo mar de tu palabra,
lejos de lienzos, símbolos e imágenes,
para hablarte, y decirte, cara a cara,
que nunca estás, Señor, que nunca estás…
Que tú nunca has estado, que no estabas.
Que todo tú es dejarme y no elegirme,
rechazarme y me hunda entre las charcas.

Pero de golpe veo que te elevas,
y asciendes, y te meces, y te alzas,
y cruzas por las calles, Corpus Christi,
en una redondez de harina blanca.
La misma que de niño recibí,
esa de luna y cielo y de manzana
que se parte y reparte y que se deja
comer hasta abrasarme con sus brasas.
Y ya, dentro de mí, ser de mi ser,
campo inmenso de espigas y de pámpanas,
me explicas que aquel niño de pobreza
después de recibirte por el alma
dejo de ser mendigo y pordiosero,
para ser heredero de tu estancia
y ganar el palacio de tu reino.
Y me dices también, con voz pausada,
que cuando el frío andaba por mi pecho
eras tú con tu sol quien me abrigaba.
Y cuando suspendía, el gran maestro
que dándome su amor me levantaba.
Y cuando anduve enfermo, hundido y roto,
era tu mano azul quien me curaba.
Y cuando sonreía entre los gozos
era tu partitura que sonaba. 
Y cuando la maleza me vencía
eras tú quien cortaba la cizaña. 

Y nada de ser nada, de enterrarme
en soledad de olvidos por ser nada.
Porque no es cierto, no, porque soy alguien,
que si bien no ha triunfado en esta escala
de oscuros intereses y no ha sido
en este mundo envuelto en su maraña
de recelos, siquiera un mal profeta,
sí ha alcanzado el honor y la gran fama
de ser tu hijo pródigo que un día
decidió regresar desde la cuadra
al abrazo del Padre, del buen Padre
que al fondo del camino lo esperaba.
Para ser recibido y hacer fiesta.
Fiesta entrañable, eterna, ilimitada…

Y ya puedo morir, Señor, sabiendo
que tú, en cada esquina, te encontrabas.
Es solo que, al hacerte tan pequeño,
tan diminuto y mínimo, tan nada,
pedacito de trigo y sorbo de uva,
yo, ciego de miserias, no te hallaba.
Pero esa oscuridad se ha disipado
y te comulgo, Dios, cada mañana.
Y te adoro en tu templo y tu sagrario.
Y te abrazo lo mismo que me abrazas.
Y si bien no me das, Señor, la gloria
de aquí mismo, tan pobre y tan mundana,
seguro me darás, así lo espero, 
esa gloria infinita que no acaba.

Tú nunca estás… Perdón. Me equivoqué.
Tu siempre estás, Señor. Tú siempre estabas. 
Es sólo que no vemos tu grandeza
de tanto como alumbra tu luz santa.
  






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