viernes, 21 de septiembre de 2018

EL FRÍO DE UNA HOJA DE ACERO


Cuando me lo dijeron, sentí, como el poeta, el frío de una hoja de acero en las entrañas.

Ya desde pequeño era diferente. Mientras los demás nos hacíamos yesca con los juegos y las batallas entre barrios, él se dedicaba a la lectura de tebeos y pequeños libros que le regalaba su abuelo. Mas no era, como pueden estar pensando, un niño pusilánime, acobardado y timorato, muy al contrario, estaba siempre presto a escuchar, a ayudar, a socorrer. Pero, la verdad, le dábamos de lado. Nos era molesta su forma de ser, tan pacífica, razonable e intelectual. 

Lo llevaba en la sangre. Había nacido para darse a los demás. En la escuela le concedieron una vez, a final de curso, un diploma por su buen comportamiento. Era trabajador, atento y servicial. Ayudaba a los compañeros y compartían con ellos el material escolar e incluso el bocadillo del recreo. Sin embargo, cuando llegaba el domingo no tenía con quien salir. Muchas fueron las veces que lo vi en el cine de matiné, solo, sentado en una butaca de principal, mientras los gamberretes nos situábamos en el gallinero para dar la lata y hacer escándalo cuando llegaban los americanos a matar a los indios.

En la adolescencia, mientras los bigardos observábamos a los chicas jugar al matarile rile rile con quién la va usted a casar, y nos dábamos gozosas y vanidosas collejas y empujones cuando decían nuestros nombres, él permanecían un poco ajeno a las fiesta en cuanto sabía que ninguna, de las muchas que había, llegaría a nombrarle.

De joven colaboró con la Cruz Roja. Una tarde hasta sentí envidia de él. Iba con su uniforme al campo de fútbol para prestar servicio. Algo a lo que yo no tenía derecho si no pagaba, por lo que, todo lo más, podía ver algunos minutos, cuando poco antes de señalar el árbitro el final del encuentro dejaban abiertas las puertas del campo. No obstante le duró poco el oficio. Hubo cambió de presidente y el grupo de poder le dio la carta “espacho” con mucha mano izquierda. 

Levantó un negocio para poder vivir. Una pequeña tienda de comestibles. Tan pequeña que apenas si podían entrar tres personas a la vez. Pero tan grande que nadie se iba de allí sin ser atendido en sus necesidades, por lo que entre lo que le robaban y lo que regalaba, y la enorme lista de deudores, de apúntamelo que luego te lo pago, más que ganancias le que tenía era pérdidas. No es de extrañar, pues, que una mañana se largara su mujer con su hija para nunca más volver.

Fue después miembro de Cáritas e intentó, para darle un mayor sentido a su vida, colaborar con la parroquia, formando y hasta tomando parte de la directiva de la cofradía de la Patrona. No quería destacarse mucho en las opiniones para no ser reprobado. Pero no tuvo más remedio que hacerlo la noche de la junta general en la que se debatía la compra de un nuevo manto para la imagen ya que a la hermandad le había tocado un buen pellizco en la lotería. Opino que, ya que la talla tiene más de media docena, lo más adecuado sería repartir el dinero entre los pobres. No volvieron a citarlo.

Tampoco el párroco lo quería muy cerca. Era inteligente y sabía mucho. Vamos que era, sin serlo, una especie de mosca cojonera. Conocía la Biblia y conocía al dedillo los evangelios. Y el sacerdote prefería rodearse mejor de los meapilas, los graciosillos y los tiralevitas. Y cuanto más ignorantes y manejables mejor. De ahí que cuando se ofreció para ser catequista de primeras comuniones o confirmaciones, le dijera que ya tenían el cuadro confeccionado.

Hizo todo el bien que pudo por su cuenta. Si veía a un necesitado por la calle, lo ayudaba. Si alguien le pedía para un bocadillo, le daba para un banquete. Una temporada hasta le dio por meter en su propia casa a migrantes que acudían a la recogida de la aceituna y dormían en las calles. Los vecinos le protestaron y tuvo tan duras amenazas que hubo que desistir. Era una vergüenza encontrarse por las escaleras gente tan displicente y peligrosa. Gente que entraba y salía como Perico por su casa del piso del tonto ese.

Se refugió en sus libros, en sus paseos, en su soledad. Está loco, comentaban las viejas en los zaguanes de las casas. No tiene un céntimo. Entre ayuda a conventos, comedores, asociaciones de enfermos y demás obras sociales se ha quedado a pan pedir.

Lo enterraron hace un par de días. Su hija y cuatro gatos asistieron a la misa corpore in sepulto en la exigua capilla del tanatorio. Nada se dijo en Twitter ni en Facebook. Una pena.

Pero lo más triste es que yo no me acuerdo de su nombre.

































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