viernes, 30 de agosto de 2019

MALDITA LA HORA



Andrea es un mujer culta de algo más de cincuenta años, soltera, delicada, libre…

Nació en Úbeda y tras licenciarse en arquitectura y formar parte de un estudio urbanístico, marchó a Estados Unidos, donde ha realizado proyectos importantes y se ha hecho de un nombre.

Tras más de veinte años sin pisar su tierra natal, decidió este verano hacer un viaje y poder volver a pasear por aquellas calles de niña y adolescente. Pasar por el colegio de La Milagrosa y del instituto San Juan de la Cruz, donde realizó sus estudios. Cruzar por las plazas históricas. Volver a pisar el albero de la vieja plaza de toros para ver una película. Tomar un helado en “Los Valencianos” y recordar aquellos polos de hielo de chocolate que sabían a gloria… Y, cómo no, bajar a Santa María para rezarle a la Virgen, porque, aunque ahora su fe anda más cercana al agnosticismo que a otra cosa, no dejaba de ser un homenaje a su madre que tanto insistía en sus años jóvenes en que la visitara en su capilla para agradecerle los muchos bienes recibidos… También bajó a “La Cava”, donde con dieciséis años, su primer amor y ella grabaron sus iniciales sobre la piedra de un banco cercano al mirador…, y que no llegó a encontrar.

Y junto a una prima a la que visitó por sorpresa, decidió acudir también al mercadillo de los viernes. Qué ilusión le hacía. Ella, acostumbrada a grandes recintos comerciales y establecimientos de alto trato, quería experimentar las sensaciones de adentrarse entre los tenderetes improvisados en las aceras cercanas a un parque de unos comerciantes dados al regateo y a la picaresca. Y tener la ilusión de comprarse alguna baratija, o cinturón, o incluso unas medias para luego presumir de ello en su ciudad repleta de rascacielos.

Y se adentró en el espacio del surrealismo, de la mujer que todo lo ofrece barato, del hombre que da tres pagando dos… Y ella, allí, entre el bullicio, con su sombrerito blanco con adornos de encaje sobre su cabeza para evitar el sol implacable, con su mochilita a las espaldas, con su bolso dentro, conteniendo monedas y unos cuantos billetes grandes de euro que había cambiado en una entidad bancaria por dólares…

Y le gustó un fular color verde claro con dibujos de caballos blancos…

Cinco euros, le pidieron. Ella miró a la prima como diciéndole que le gustaría regatear pero que no se atrevía. La prima habló: tres euros. Ni pensarlo. Pues entonces nada. Pero qué dices. Es lo que hay. Bueno, ni para una ni para otra, cuatro. Trato hecho. 

Y ya con el pañuelo color de la esperanza en sus manos, trató de descolgar la mochila de la espalda, abrirla y sacar el bolso…, y, oh sorpresa, todo había desaparecido por arte de birlibirloque.

Por el amor de Dios, ¿cómo han podido quitarle la mochila que llevaba colgada y sujeta con sus correspondientes tirantes con todo dentro sin darse cuenta absolutamente de nada? ¿Pero esto qué es, un mercadillo de buena gente que se gana la vida o un teatro de magia miserable?

Hay quien dice que es un espacio para la “entretenta” de personas sencillas en donde se apostan aves rapaces al acecho, halcones ruines y buitres rastreros dispuestos a clavar sus garras inmisericordes en el corazón de sus presas a las que no tienen más que ver a distancia para señalarlas.

Y lo malo de todo no es el dinero. Que la vayan dando. Sino los documentos de identidad, el móvil con todas sus fotos de vida y de recuerdos, con su amplia agenda repleta de números de trabajo, familia y amistades, el pasaporte, las tarjetas de crédito,  la llave magnética de la habitación del hotel, y hasta un antiguo reloj de bolsillo que heredó de su padre y que era su talismán, su enlace sentimental con la persona a la que más quiso y respetó en su vida.  

La policía solo le dijo que si quería que pusiera una denuncia, pero que en realidad daba igual. Esto sucede todos los viernes en Úbeda. Y en todos los pueblos el día que corresponde. Hoy le ha tocado a usted y mañana les tocará a otros. Van siempre envueltos en el grupo y hay complicidad. Mientras unos distraen, otros actúan. Son profesionales. Le pueden quitar una pulsera o un reloj de la muñeca con tres cerraduras de seguridad en un segundo y sin que se entere… Lo mismo, algunas veces lo hacen, se quedan con el dinero y tiran lo demás en un contenedor, en un jardín o en un buzón de correos… Espere unos días.

Andrea esperó una semana. Al final se puso, bajo un calor asfixiante, a dar mil vueltas por mil lugares para poder llegar por fin –enferma, por cierto– a la casa donde vive en el estado de Illinois desde hace lustros.

“Maldita la hora en que volví a pisar Úbeda.”

Fue lo único que le dijo a la prima al despedirse de ella.   

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