jueves, 19 de septiembre de 2024

ANTONIO VELA ARANDA, AMOROSA DESPEDIDA

No es fácil hoy en día ser sacerdote. El mundo va por un camino diametralmente opuesto al que ellos predican. Los valores no son los mismos ni las conciencias tampoco. Los poderosos destellos artificiales no dejan ver la luz del sol. Y Dios parece que anda cada vez más lejos de todo y de todos.

Las críticas hacia sus personas son atroces. Basta cualesquiera errores para difamarlos. Basta con que uno de ellos cometa una indignidad para que ya todos sean iguales. Basta con oponerse a alguna mínima petición de los beatos de turno para que se les dé la espalda. Basta que alguien saque a relucir un añejo comportamiento fuera del contexto de una época histórica para que se les ridiculice hasta el asombro.

Generalizando, los seminarios están silenciosos y las vocaciones parecen estar llamando a corazones de pocos vuelos. Las iglesias se van quedando vacías, los jóvenes no quieren saber nada del compromiso cristiano, los mayores no encuentran el calor en las liturgias y hasta los niños lloran si se les dicen que van a misa. Todo lo más, y de manera particular por estas tierras nuestras, si algo sostiene todavía el edificio para que no se derrumbe por completo, son las cofradías y asociaciones religiosas, a las que los consagrados intentan mantener con el fin de no verse solos, aceptando carros y carretas, sabiendo que es un atajo largo y estrecho a la verdad evangélica y teniendo que tragar con no pocas actuaciones y rituales más próximos a la parafernalia que a la hondura de la fe, aceptando e incluso promoviendo desde vestimentas rituales de imágenes a rosarios de auroras y viacrucis, pasando por procesiones con escaso sentido y lejos de su fecha de estatutos luciendo báculos entre trajes y corbatas, cuando no soportando rivalidades y disputas de bandas para ver quien toca mejor la macha del Cristo de los cinco clavos.

Por ello, uno no puede menos que sorprenderse cuando ve que un sacerdote, como en este caso don Antonio Vela Aranda, al despedirse de su parroquia de Úbeda que, dada la tremenda escasez de presbíteros, en verdad son tres: San Pablo, Santa María y San Millán, encuentra, en diferentes ceremonias organizadas y ofrecidas, un abrazo cálido y sentido, un gesto multitudinario de cariño, una sonrisa de gratitud por tanto que ha dado y tantos jirones de alma que se ha dejado a lo largo de los once años que aquí ha ejercido su siembra espiritual. Toda una muestra de qué algo ha debido hacer bien o muy bien este buen cura (Úbeda no da jamás puntada sin hilo y sabe mucho de silencios y recatos), hasta llegar a emocionarlo y hacerle llorar, con el agravante de que andando además delicado del corazón no se le debe alterar la sangre.

Estando yo lejos de Úbeda he recibido unas fotos del acto de despedida que se le dio en su templo principal de San Pablo, el pasado día 15 de septiembre, a las diecinueve treinta, cuando pocas horas antes, al amanecer, había partido la Patrona hacia su santuario. Arropado por compañeros sacerdotes presidió la Eucaristía y recibió algún obsequio, pero lo que en verdad recibió, antes de marchar a su nuevo destino, la parroquia de Cristo Rey en Jaén capital, fue la consideración y el reconocimiento de muchos ubetenses, encabezados por la señora alcaldesa, que le aplaudieron con vehemencia y amor prometiéndole que no lo olvidarán jamás.

Y esto, para un sacerdote, hoy en día, es algo más que una inyección de ánimo, es un nuevo corazón para no morir ya nunca.

Enhorabuena, don Antonio.  


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