sábado, 4 de enero de 2025

LA BLASFEMIA DE LOS GRACIOSILLOS

No tenía sentido ni venía a cuento ni falta que hacía. Una graciosilla, acompañada de un graciosillo, ambos sin gracia, con un guion elaborado, supervisado y ensayado al detalle, iban a dar las campanadas de fin de año en la televisión pública, es decir la de todos los españoles pagada por todos los españoles. 

 

Desde que la democracia llegó no he comenzado la cena de nochebuena hasta no ver y escuchar el discurso del rey, ni he atravesado la línea de un año a otro en otra televisión que no sea “La primera”.

 

Pero este año, cansado de que me tomen el pelo, me he negado. Cenaremos con la televisión apagada. Un monarca que solo sirve para firmar y leer lo que le pongan delante, ir donde le digan, tragar carros y carretas con la máscara de la sonrisa puesta, como si fuera un robot, sin voz ni voto, aferrado a sus privilegios, que se contradice en sus discursos con sus propios hechos y no arbitra, por más que se lave la cara con el barro de una tragedia en la que ningún político ha sabido estar a la altura y sin exigir medios reales para solucionar la terrible situación, simplemente de cara a la galería, y no poniendo de su parte para que la democracia no siga degenerándose, y quedar así, ahora sí, como un verdadero rey, ya me dice bien poco, o nada. 

 

Y en la nochevieja, pues lo mismo. Dejaré de ver las campanadas en la uno, no quiero que Broncano, puesto ahí por cuestiones políticas, junto a una señora que no sé ni cómo se llama, tenga en los índices de audiencia del día siguiente un voto mío. 

Todo decidido por mi parte y tan feliz. Y más cuando pocas horas después me entero de que estos dos personajes, manejados como guiñoles, montaron una blasfemia delante del reloj de la Puerta del Sol, en la noche de mayores audiencias, mostrando ella una estampa del Sagrado Corazón de Jesús con la cabeza de la vaquilla del Grand Prix que él le había dado. ¡Qué gracia! ¡Qué graciosos! ¡Qué listos! ¡Qué sinvergüenzas! ¡Cuánto me alegro de habérmelo perdido, porque esos caraduras me hubieran entristecido la noche!

 

De nuevo un ataque a los sentimientos sagrados de los católicos. De nuevo una provocación a quienes creemos en los valores y la trascendencia. De nuevo un modo barato de hacerse famosillos los menos que mediocres. De nuevo una cortina de humo para eclipsar la corrupción y el mal gobierno de los que nos gobiernan. De nuevo muchas cáscaras y pocas nueces por parte de la comunidad creyente. Mucho bla, bla, bla, y pocos obispos y sacerdotes y papa y fieles enterrando complejos y llamando al pan ya está bien y al vino estamos hasta las narices. 

 

A mí, de todas formas, estos tristes modos y maneras me pueden doler, pero no enfurecerme ni arrastrarme a la cólera y al odio. Yo soy de los que su fe va más allá de las simples estampicas, imágenes y símbolos. Así que pueden las viles sanguijuelas de esta sociedad llena de suciedad, reírse de ellas, porque por mucho que lo hagan no podrán impedir que los cristianos que queremos serlo de verdad, como nos está mandado, recemos por ellos e incluso intentemos amarlos, lo que no significa tener que comulgar con sus mugrientas ruedas de molino, ni caer en el buenismo de decir que los angélicos no saben lo que hacen, ni meter la cabeza debajo del ala como si no fuera con nosotros… Y, eso sí, dejemos que al final sea Dios, el mayor ofendido de todos, quien tome cartas en el asunto. Que las tomará. No me cabe la menor duda. Lo que ocurre es que no pocos quieren verlo ya, ver la caída, aniquilación y el enterramiento de Pompeya y Herculano, como si de un nuevo Vesubio sobre sus cabezas se tratara. 

 

Así que ellos verán y tiempo al tiempo. Estamos y están advertidos por los evangelios sinópticos: “¡Al que escandalizase a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino de asno y le hundieran en el fondo del mar…! ¡Ay de aquel por quien vinera el escándalo! 

 

Por lo pronto, la vaca del Grand Prix, que no tiene culpa de nada, ya no es ni siquiera un animal, ya es solo un muñeco de peluche sin alma.    

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