Cada vez que el reloj da las doce campanadas y cruzamos el Rubicón hacia el año siguiente, no podemos dejar de sentir un vacío en las entrañas, a modo de si nos hubieran lanzado al mar desde la cima de un acantilado.
Adiós al año viejo. Un año más que nos deja en la piel de la conciencia grabado el tatuaje de levedad de la que somos.
Pesa ya mucho el pasado. Demasiadas luchas, y lluvias, y tormentas en el corazón. Demasiadas también las decepciones y los arañazos que recibimos al cruzar la arboleda repleta de rosales... Pero también muchas las rosas que la vida nos regaló sin merecerlo siquiera...
Espinas y rosas siempre en el camino. Colección de cadáveres sobre los hombros que te van aplastando y empujando hacia el polvo del olvido... Pero alas también de libertad en el alma para que vueles más allá de las miserias y las ataduras.
Es hora, ahora que un nuevo año nos abre sus puertas de relojes, de desvestirse del pasado, de las sombras que nos trajo, de la enfermedad que nos hirió, de la amistad que nos causó decepción, del ser que se nos fue para no volver y a quien amábamos, de las soledades que nos acompañaron, de los errores y fallos cometidos... Hay que liberarse de tanta ceniza que nos ciega para poder ver las luces que el futuro siempre trae en su carruaje de esperanza... No podemos quedarnos anclados en la amargura de algo que ya no tiene remedio. Eso sólo nos lleva a empequeñecernos y hacer que el cauce de la creatividad a la que todos estamos llamados se seque en su propia desventura.
Hay que seguir luchando, caminando, descubriendo... La vida es sólo eso: un regalo envuelto en sucesivas envolturas. Quien se queda en alguno de los contenidos y no sigue abriendo los otros que van apareciendo, no llegará nunca a descubrir la joya de saber que has existido.
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