domingo, 16 de marzo de 2014

HISTORIAS DE EMIGRANTES

Viví de niño la historia. Mi mejor amigo de la plazuela, Paco Cubero, se despidió una tarde de mí porque a la mañana siguiente se iba con sus padres a vivir a Bilbao. Me escribió un par de cartas a las que yo respondí. Y punto. Ya nunca nos hemos vuelto a ver, ni yo a saber nada de él. Varios tíos míos maternos, Miguel, Paquita y Antonia, cogieron también las maletas de cartón piedra y se marcharon lejos. Recuerdo un amanecer, helado de frío, despidiendo junto a mis padres a uno de ellos. Aún persiste en mi mente, como arañándome las pupilas, su cara desencajada y temerosa, sus ojos llenos de lágrimas y un pañuelo blanco agitado por su mano desde la ventanilla diciéndonos adiós hasta que se perdió en la distancia.

A mis abuelos paternos casi no llegué a conocerlos. Se marcharon a Palma de Mallorca donde murieron. Jamás regresaron a su tierra. Con ellos también mis tíos Paco, Ramona y Ramón. De todos sólo volvió el último para contarme historias de lucha y de poesía. Igual mi vecino, un hombre soltero, con su madre partieron un día con lo puesto camino de Alemania…

Historias que todos hemos vivido. Historias de emigrantes. Historias de llegar a un país extraño. Historias que arrancan del corazón, estando lejos, suspiros por España. Eran casi todos, de cierto, pobres de solemnidad. Hombres y mujeres sin mucha cultura porque se les negó la escuela. Sueños en edad de trabajar que no encontraban aquí ni una mísera colocación. Cuerpos en pena en busca de un pan para no morirse de hambre… Es la historia de un pasado, en definitiva…, que ha vuelto.

Ha vuelto como una desgracia que retorna. Como regresaba la peste a las ciudades medievales cada equis tiempo y no se podía detener. Ha vuelto de nuevo la emigración. Han cambiado los trenes, los autobuses, los barcos, los aviones, las maletas…, es verdad, pero las personas son las mismas. Con los mismos sentimientos y miedos y angustias y esperanzas. Son los nuevos emigrantes, mayoritariamente jóvenes, nada de analfabetos ahora, cargados de estudios, con varias licenciaturas, dominando idiomas, con masters…, que marchan al extranjero para ver si allí le dan un empleo con el que poder sobrevivir. Personas sanas, formadas, con valores que, de nuevo, están condenadas a llorar cuando estando ya allí, lejos, muy lejos –pese a que digamos que ya no hay distancias–, escuchen la palabra España. Hombres y mujeres que marchan cargados de ilusiones pero en el fondo tristes, llenos de pesar, inquietos, mientras dejan en los suyos, padres, abuelos, familiares y amigos, una herida que jamás, por muy bien que les vaya, cicatrizará, porque la hizo el cuchillo de la injusticia. La injusticia terrible de tener que irse alguien contra su voluntad a un país extranjero para rogar la limosna de lo que debe ser un derecho inalienable: un puesto de trabajo.

 A un país extranjero porque el suyo lo han destruido los canallas y miserables misiles de la corrupción y las indignidades políticas y sociales.