jueves, 18 de septiembre de 2014

EL SEXO HACE MARAVILLAS

No cabe duda. El motor que mueve al mundo se llama sexualidad. Si exceptuamos las personas con almas excelsas adentradas en cuerpos especiales, que por motivos de fe, creencias, valores o metas de suma libertad, renuncian al placer de la carne, no sin esfuerzo y sacrificio, todas las demás no somos más que máquinas que pone en marcha la caldera de la libido.

Lo llevamos dentro. Hay una inevitable atracción hacia el otro o la otra que anda impreso desde que nacemos en los genes, dormido en la infancia para despertar en la pubertad, crecer en la adolescencia y brotar como un torrente en la alta montaña cuando la juventud; y que ya no cesa, recorriendo cauces medios y bajos, hasta desembocar en el mar de la muerte.

Y, aunque nos hagamos los ignorantes, los indiferentes, los educados…, a todos los hombres nos llama la atención la figura de una mujer atractiva que cruza a nuestro lado, y a todas las mujeres la figura de un hombre apuesto que las mira con singular interés.

De ahí que las chicas, para llenar más el baúl de su autoestima, no tengan reparo alguno en mostrar sus encantos. Y de ahí también que vistan ropas más que atrevidas, provocadoras, insinuantes… Y de ahí que los chicos se disfracen de romeos yendo y vistiendo a la moda que marquen los diseñadores.

El sexo, por consiguiente, es la mejor tienda, el mejor escaparate y el mejor vendedor. No puede por lo tanto extrañarse nadie que el erotismo e incluso la pornografía anden alrededor nuestro como el mismo aire que respiramos. Toda la publicidad está llena de una atmosfera sexual más o menos a las claras cuando no encubierta y subliminal. Anuncios, carteles, letreros, rótulos… En el cine, igual. No hay película, serie, cortometraje o videoclip que no nos muestre un desnudo, una escena de amor apasionado, una imagen sensual… Un libro, si quiere triunfar, no puede dejar de expresar capítulos lujuriosos, y si es sadomasoquista, mejor. Y si no que se lo pregunten a E.L. James, autora de Cincuenta sombras de Grey… O como en el teatro: si los actores se desnudan en un momento determinado, el lleno se asegura. O la misma pintura: un buen desnudo es un cuadro vendido. Así que, queramos o no, todo está repleto de sexo, todo, hasta la música, la escultura, la fotografía… Bueno, la fotografía no digamos. Adolescente mandando fotos desnudas; mujeres y hombres enviando vídeos de alto voltaje; artistas y famosos que llevan en sus móviles sus propios selfis más que escandalosos…

Y a tanto hemos llegado que hasta la prensa seria, la que hasta hace poco era la guardiana del recato y el decoro, ya presenta en sus páginas apartados con intención lasciva. Y si es la digital mucho más. Saben los directores y editores que en cuanto exponen un apartado en donde aparezca en el titular la palabra: sexo, o braga, pene, tetas, desnudo, pillados, caliente, orgasmo…, y más si se acompaña de una foto voluptuosa, es cepo en el que el noventa por ciento cae… Las estadísticas no fallan: cualquier noticia con sexapil es sesenta y tres veces más leída que el resto… Y es que el sexo hace maravillas… Lo mismo a mí también, después del titular que he puesto a este humilde artículo se me multiplican las entradas en el blog. Como experimento y con esa intención lo he escrito. Ya se verá. Estaré atento.

martes, 2 de septiembre de 2014

LA MONEDA HEREDADA

Antes de morir, su madre le dijo que le trajese una pequeña caja que escondía en la parte baja del armario. El hijo se la trajo pensando tal vez que en ella habría algunos cientos de euros o alguna joya de gran valor, pero no, sólo había una moneda. “Toma, hijo mío, esta peseta… y tenla siempre guardada en alguna caja de tu casa. De este modo nunca te faltará para comer.”

El hijo tomó la moneda y la miró entre la decepción y la incredulidad. Era una simple peseta de Franco, de níquel y cobre. Una moneda que guardó sin darle mayor importancia. Cosas de viejos, supersticiones de mayores. “Guárdala. Siento no tener mucho más, pero ten por seguro que a mí, si bien nunca he tenido para lujos, no dejando la caja vacía, guardando siempre en ella una peseta, he mantenido la seguridad de que no me faltaría para comer ni para que tú estudiaras. Y así ha sido.”

La mujer fue enterrada y el hijo, que hacía algunos años había terminado Magisterio, andaba buscando trabajo en lo que fuese.

Coincidí con él la primavera pasada en Córdoba. Estaba yo en el parque con mi nieto. Fue él quien me llamó la atención. Estudió como interno en SAFA de Úbeda e hizo las prácticas conmigo. Entonces, mientras hablábamos, pasó un chaval repartiendo tarjetas de propaganda: “Compro oro y monedas antiguas”.

Nada más leerla, entre risas, mi viejo alumno de prácticas me dijo: “Si yo tuviera oro iba a estar aquí. ¿Sabes? Aunque una moneda antigua sí que tengo…, una peseta de la época de Franco que me dejó mi madre como herencia. Tiene tela.” Fue entonces cuando me di cuenta de que no andaba bien económicamente. Me contó que vivía de echar jornales, que marchó a Francia a la vendimia, que había estado en la aceituna y que ahora se mantenía de la subvención del paro… No se casó ni tenía novia. “¿Necesitas dinero?” Le pregunté. “No. Tengo para sobrevivir. La buena de mi madre me dejó una peseta para que nunca me faltara para comer. Y la verdad es que así ha venido siendo. Pero para poco más, la verdad.” Entonces yo, para romper la tristeza creada, le dije: “Pues mira a ver si esa peseta es de 1946. Esa moneda se cotiza bien. Creo que los coleccionistas vienen dando unos seis o siete mil euros por ella.” Se río. Nos reímos. Se despidió y prometimos volver a vernos. 

Pero no había pasado ni un cuarto de hora cuando lo vi llegar de nuevo. “¿Has dicho que una peseta de 1946 vale unos seis o siete mil euros?” “Hombre, yo de numismática no sé mucho, pero eso tengo entendido.”  Le respondí. “Pues mira qué casualidad.” Y me mostró una peseta perfectamente bien conservada. En ella se veía le efigie de Franco y bajo su perfil la fecha: 1946. “Amigo, ya tienes para salir del apuro. En esa tarjeta pone que te la compran…” Y salió a toda prisa…, pero de repente se detuvo. Volvió hacia mí y con lágrimas en los ojos me dijo: “No puedo venderla. Hay cosas que valen más que todo el dinero del mundo.” Y acariciando la vieja peseta con sus dedos… se perdió lentamente.

Este sábado pasado, en Córdoba, hemos vuelto a encontrarnos. Estaba mucho más feliz que la última vez que nos vimos: “¿Sabes una cosa? El uno de septiembre comienzo a trabajar como maestro en el colegio de los Trinitarios”.

Y me emocioné. Me emocioné tanto que lo abracé con toda el alma. “Lo de la moneda funciona. No te deshagas nunca de ella, amigo.” Le dije. “Ni borracho.” Me contestó. Y entre risas nos fuimos a celebrarlo. Había motivos: una vez más la vida pagaba bien a quien bien obra.