miércoles, 25 de mayo de 2016

LOS TIEMPOS, LA MUJER Y LA FE

Nos estamos radicalizando en todo. También en la fe. Y no ya en referencia a la disputa entre creyentes y no creyentes, sino entre personas de una misma creencia que tienen distintos puntos de vista en cuestiones concretas. Y qué pena que esto ocurra, porque lo que puede ser un simple parecer, una opinión más o menos acertada que se da, puede acarrear enemistad, desprecio e incluso persecución por los mismos hermanos allegados. Y todo porque se quiere olvidar que la fe no es un mueble estático que ha de permanecer inalterable e inamovible, sino que es un don en el alma que tiene vida, y que por lo tanto se mueve y toma parte dentro de un contexto histórico determinado que presenta sus particularidades y sus características propias.  

La misma Biblia, que es la palabra de Dios, así nos lo hace ver. Todo el Antiguo Testamento es un espejo, se diga lo que se diga, donde el Dios que se nos muestra es iracundo, temido, guerrero, castigador, justiciero, despiadado…, y donde las normas que se imponen son extremadamente severas… Hubo épocas en que, por poner algún ejemplo, en el pueblo elegido se aceptaban y permitían incluso la esclavitud y la poligamia, y hasta los vientres de alquiler, como cuando Sara, que no tenía hijos, le entregó su esclava egipcia Agar a su esposo Abraham para que le engendrara un heredero, a quien llamó Ismael. El pueblo israelita, en ese tiempo, era enormemente machista, patriarcal, intolerante, implacable con el enemigo, y regido por unas leyes inflexibles, donde el ojo por ojo y diente por diente eran la norma básica. Tal vez por ello, el mismo Dios, que muestra también claros destellos de clemencia, benignidad, benevolencia, compasión, paciencia…, permitiese dejarse entender autoritario, vengativo y celoso porque esos momentos históricos, en los que se revela y hace alianza con ese pueblo suyo en lucha por subsistir, así lo requerían.

Sin embargo, llega el Dios del nuevo Testamento y todo se transforma en paz, perdón, comprensión, bondad, misericordia… en poner la otra mejilla, en no se ha hecho el hombre para la ley sino la ley para el hombre, e incluso en amar a los enemigos… Menudo cambio… Pero Jesús de Nazaret vivió también en un tiempo histórico y a él se tuvo que adaptar. Y aunque aquella sociedad seguía siendo plenamente machista, donde la mujer estaba totalmente relegada y era un ser de segunda, bastante hizo por cambiarla y dignificarla, hasta el extremo de acompañarse de mujeres, hacerlas sus seguidoras, dejarlas estar a los pies de su cruz y consentir que fueran las primeras en verlo resucitado. Menuda revolución para aquella época. Casi nada.

Viene todo esto para hacer ver que al llegar a nuestro ahora, más de dos mil años después de Cristo, en pleno siglo XXI, donde la mujer ha logrado ser reconocida en plenos derechos llegando a ocupar en la sociedad los más altos cargos en todos los sentidos, demostrando además que puede estar a la misma altura que el hombre en capacidades y responsabilidades, hemos de vivir en este presente nuestro e ir con él. También la Iglesia, que no sólo ha de andar a remolque sino que está obligada, como hizo Jesús en su tiempo, a ir siempre en vanguardia, abriendo caminos. Por lo que pienso, humildemente, que es un error que dentro de su seno se empeñen en seguir dándole a la mujer un papel de no igualdad. Y este Papa actual, Francisco, lo sabe, como sabe de la radicalización que nos mueve. Pero pese a ello, ahí lo tenemos, luchando dentro de su tiempo, anunciando hace unos días su intención de crear una comisión para que estudie la posibilidad de ordenar mujeres diáconos, a sabiendas de que no pocos estrictos de la ley se reafirmarán aún más en su consideración de que este hombre es un antipapa, un hereje, un traidor…, y que se muera. Olvidándose de que es el Espíritu Santo quien elige al sucesor de Pedro, y Éste, según ellos, nunca se equivoca. Pues entonces, por qué no piensan que lo mismo el Espíritu Santo lo eligió para ello, para que la Iglesia viva en su tiempo y con su tiempo.

No quiero decir con esto que la mujer sea mañana mismo ordenada sacerdote, obispo o cardenal. Lo que pretendo decir es que no hay que rasgarse las vestiduras porque algún día la mujer, debidamente formada y preparada, ejemplar, como se le exigiría a cualquier otro varón, pueda ser nombrada diácono y pueda ejercer mayores responsabilidades en la toma de decisiones en el seno eclesial. Después ya se verá. Lo que pretendo decir es que la fe en Dios y en Jesús no se rebajaría ni se perdería por ello, sino todo lo contrario. Y ya se ha demostrado. En mis años jóvenes no pocos se echaron las manos a la cabeza y dijeron lo que no está escrito porque la mujer comenzó a salir de penitente en las procesiones de Semana Santa vestida con la misma túnica que el hombre. “¡Marranas! Este es el fin de la Iglesia. A uno ya le van a quitar hasta la fe.” Gritaba un familiar mío. Sin embargo, hoy, pocos ven algo raro en ello, ni nada malo en que ocupen cargos directivos y sean hermanas mayores de las hermandades, ni tampoco en que se suban al altar para hacer las lecturas en la misa o den la comunión, sino todo lo contrario. Hace poco moría también en paz ese familiar mío, después de ver cómo en numerosas ocasiones, ya enfermo, era una mujer laica quien venía a su casa a darle la Eucaristía, quedándole además sumamente agradecido. Yo mismo vi con mis ojos cómo, tras recibirla, le besaba las manos, emocionado, con sumo respeto y fervor. 

La sociedad es mudable y Dios es inmutable. Pero igual este Dios nuestro, que toma parte en el tiempo histórico, cual vela de Amor, se deja cambiar el color de la cera sin que por ello la inmensa llama de su luz deje de alumbrar.

lunes, 9 de mayo de 2016

ABUELOS

 En esta sociedad siempre egoísta y ambiciosa surge la figura de hombres y mujeres que a causa de la edad han calmado la codicia y ya miran al futuro con la templanza que brota de la sabiduría que sólo los años saben dar. Personas que dejan tirados en la buhardilla del corazón el caballo de lo trivial, las armaduras de la discordia, las lanzas del desamor y los escudos de la envidia… y se dedican, como haciéndose niños de nuevo, al juego de la entrega, el servicio y el amor.

Son los abuelos. Hablo de los abuelos. Esos seres especiales que ven en sus hijos la prolongación de ellos mismos, por lo que sufren con sus penas y se alegran con sus alegrías, llegando a tanto que hasta son capaces de quitarse la comida de su boca para que coman ellos, convirtiéndose, además, si fuera necesario, en servidores de los hijos de sus hijos, es decir, de sus nietos.

 De ahí que veamos a muchos de ellos en los amaneceres de infinidad de días, haga frío o calor, llueva o hiele, llevando a sus nietos al colegio, recogiéndolos a la salida, sacándolos a pasear, invitándolos al cine, jugando en sus cuartos, alimentándolos, poniendo en sus frentes el beso de buenas noches… Y así año tras año, y todos, pese a andar muchos de ellos con dificultad y tener que cargar con los sufrimientos del dolor de las enfermedades y los cansancios, gozosos, sintiéndose un compañero más, un amigo más, poniéndose a su altura, conversando en un lenguaje lo más sencillo posible…, contándoles historias de su vida, de sus batallas, de sus vivencias más especiales, dándoles además sus consejos más nobles, abriéndoles caminos, sembrado en sus corazones semillas de grandeza.  

Los abuelos son el barniz hecho calor y esperanza que da color al gigantesco cuadro del mundo que anda repleto de negros, blancos y grises. Los abuelos han sido siempre la ternura de las casas y las familias. Siempre. Pero nuestros abuelos de hoy son, además, especiales, únicos. Ellos son los que vivieron la asfixia de una posguerra de hambre y de miedo, de silencios y humillaciones, de manchas de sangre demasiado fresca. Ellos fueron testigos y sujetos activos de las emigraciones, de los trabajos mal remunerados, de las penurias para seguir viviendo... Pero ellos, pese a todo, fueron capaces de sacar a sus hijos adelante, dando cuanto pudieron por ellos, dejando incluso de soñar por ellos. Fueron los fuertes cimientos de hierro y hormigón para que el hogar no se derrumbara…  Y hoy, ahora, cuando en justicia ellos, los abuelos, deberían ser amablemente servidos y liberados definitivamente de las cargas y sacrificios del día a día, agravados además por esta crisis inventada por los poderosos para más arrancarnos las entrañas, se han vuelto a convertir en sostén, en base, en cadena, en ayuda económica, en refugio al que acuden muchos hijos e hijas para ser socorridos, para que sostengan parte de sus cargas, para que les sea un poco más fácil seguir caminando sin necesidad de pegarse un tiro en el alma.

Reconocidos sean, por lo tanto, esos abuelos de ayer y, sobre todo, de hoy que renunciaron y renuncian a su júbilo de comodidades y ocios para beneficio de sus hijos y nietos necesitados. Reconocidos sean, aunque ellos no necesitan ser pagados, porque quien hace las cosas por amor, ya, en ese mismo amor, tiene la más hermosa recompensa.