miércoles, 29 de agosto de 2012

LOS NIÑOS DESAPERECIDOS EN CÓRDOBA Y LO QUE QUIERAN DECIRNOS


Un señor separado recoge un fin de semana a sus dos hijos pequeños. Los lleva a un parque de Córdoba, tiene un despiste y cuando quiere acordar los niños han desaparecido. Busca ayuda y llama a la policía, que lo detiene. La historia no se la cree nadie. Venganza. Lo que ha hecho este hombre ha sido pura venganza, puro daño a la que siendo su esposa quiere separarse de él. Pues para que te enteres. Si no me quieres a mí, tampoco vas a querer a nuestros hijos, que son también parte mía. Debió pensar la policía que pensó el señor. Así que a la cárcel. Verás qué pronto, con lo listos que somos, descubrimos qué has hecho con los pequeños. Córdoba, pese a todo, no es muy grande y el señor dijo que había estado con sus hijos en una parcela de sus padres, Las Quemadillas. Premonitorio nombre. Así que andando a Las Quemadillas. Entran y descubren lo imbécil que es este padre. Allí mismo, a las claras, hay nada menos que una enorme hoguera recién apagada sobre la que se aprecian restos de huesos. Es evidente. “Aquí”, como dijo aquél famoso policía al ver una colilla junto a un cadáver, “ha fumado alguien”. Todo solucionado. En menos de veinticuatro horas esclarecida la verdad, ni desaparición ni ocho cuartos, un crimen abominable. Se te va a caer el pelo, Sr. Bretón. Que es como se llama el criminal. 

            Entonces vienen los expertos, la policía científica, que cuenta con grandes avances y está obligada a no equivocarse puesto que de su veredicto depende o no muchas condenas. Reflexiona, piensa, medita, analiza el material y finalmente expone que los huesos son de animales. Toda una pista falsa. Y es que se veía venir, pues por muy tonto que sea este señor no va a poner, a los ojos de todo el mundo, una hoguera con los huesos de sus hijos entre las cenizas. ¡A nosotros que nos la vas a dar tú, so listo!

            Y once meses más tarde, después de un gastazo impresionante, de levantar la finca de un extremo al otro, tirar paredes de la casa, arrancar árboles, pasear al Sr. Bretón una y otra vez por el espacio, horas y horas de georadares... y hacer un ridículo espantoso, van ahora y dicen que no, que se han realizado otros informes particulares encargados y costeados por la madre de los niños (se supone que con autorización del juez, ¿no?, ¿es que éste también dudaba de la policía científica?) y que los huesos de la hoguera no son de animales, sino que pertenecen a niños, a niños de entre dos y seis coma veintidós años... ¡Qué exactitud en la medida! Como para que dudes

            Pero yo ya no me creo nada. Sé que los que no gobiernan, que deben ser ejemplo de verdad, sólo mienten. Además, poseen toda una maquinaria mediática por encima y por debajo de las alcantarillas que los apoyan, les siguen el juego, lo revisten y lo disfrazan. Las noticias no son, en verdad, otra cosa que lo que interesa que se sepa. Todo comprado, todo ambición, todo intereses. Todo mafia. Desde jueces a sindicatos. Aquí no se hace otra cosa que mentir. ¿Por qué ahora no? ¿Por qué no puede ser que ante el ridículo policial de no poder encontrar a los dos pequeños, y que salpica al gobierno, se haya montado la mentira y hacer de la pista falsa pista verdadera? Y si la pista es cierta a todas luces, y mañana el mismo padre se derrumba y así lo testifica, ¿quién paga el tremendo fallo, el garrafal error de confundir huesos de animales con huesos de seres humanos...? ¿Es esto de recibo? ¿En qué manos estamos? ¿Va a dimitir alguien? Y si para colmo, sale ahora el Brotón de las narices y dice que los mató pero que están enterrados en tal o cual otro sitio..., que nada de hoguera... Qué vergüenza, ¿verdad? Pues no, porque la policía, que siempre gana, apoyada por el ministro y sus voces secuaces, saldrá a la palestra para decir que todo fue una trampa, un juego inteligente, todo un perfecto cepo para hacerle picar... y que picó.

El caso es que juegan con nosotros. Lo que nos quieran decir y punto. Juegan con nosotros como siempre. Juegan con nosotros, pobres súbditos a quienes ya de principio nos mienten diciéndonos que mandamos en una gran mentira llamada democracia.      

miércoles, 8 de agosto de 2012

EN DEFENSA DE LOS MONSTRUOS


La impresentable Rosa Regás, para defender lo indefendible: el asesinato de niños en el seno de la madre, llama, en un siniestro artículo publicado en el mundo.es, “monstruos” a todas aquellas criaturas que por ley se les permita nacer cuando la madre, por motivos de minusvalías o malformación, quiera abortar.

            El aborto, se ponga como se ponga la señora escritora, y por más que pretenda revestirlo de progresismo, es una indignidad y una atrocidad, y será en la Historia la vergüenza de nuestro tiempo presente, a no ser que todos los hombres y mujeres se vuelvan monstruos de verdad (como ya los hay) y camine hacia el reino de la no conciencia y la ceguera absoluta.

            Mis alumnos, en los años de la recién estrenada democracia, se llevaban las manos a la cabeza cuando leían que los espartanos arrojaban por el monte Taigeto a los niños que nacían con alguna anomalía o malformación. “¡Qué salvajes!” Era el más delicado de los adjetivos que empleaban. “¿Qué hubiera sido entonces de Alberto?”

            Alberto era un niño de la clase con alto grado de deficiencia. No sobresalía en las notas por materias, pero era sobresaliente y matrícula de honor en bondad, sencillez y cariño. Todos le queríamos. Ere verme subir por los escalones de la entrada del colegio y ya iba corriendo a abrazarme. Sus compañeros hubieran dado la vida por él. Cuando nació, su madre estuvo llorando varios meses. Hoy, ya viuda, Alberto es su consuelo, su amor y su vida. Y no deja de dar a todas horas por ello gracias a Dios.

            A Dios. Sí, señora Regás, a Dios. A ese Dios de los cristianos, de los católicos a los que siempre está usted despreciando, criticando y descalificando. Y ya me cansa. Ya me cansa el poner la otra mejilla. Mire, doña Rosa, estoy harto de que a los que tenemos fe y buscamos seguir el camino del evangelio, con nuestros errores, miserias y pecados, desde luego que sí, nos insulte y nos llame carcas y fascistas, cuando no retrógrados, como en su panfleto publicado. Y no me venda el cuento de que muchos católicos honestos están a favor del aborto. Los católicos honestos, si lo son, sólo pueden estar a favor de la vida, porque es la vida lo que amamos con locura, hasta tal punto que ansiamos vivir para siempre. Los católicos honestos lo que estamos es también hasta arriba de que se nos eche en cara los errores de la Iglesia en su pasado: las hogueras, la inquisición, las guerras santas..., los millones de crímenes en el nombre de Dios. De todo ello y más nos avergonzamos, y mucho, como nos avergonzamos de los millones de perseguidos, de encarcelados, de torturados, de muertos en nombre del ateismo, del marxismo, del comunismo, del nacional-socialismo, del independentismo, del islamismo... Con el agravante, además, de que la Iglesia, al menos, ha dejado de hacerlo. Los otros no. Y a las pruebas del mundo actual me remito. La historia es una enorme y brillante madeja manchada de sangre, sudor y lágrimas, y querer sacar un hilo sin tirar del otro, no es más que tergiversarla y manipularla. La Historia no nos debe servir para echarnos en cara lo que hicieron mal nuestros antepasados, de lo que no tenemos culpa, sino para aprender de ella y no volver a cometer los mismos errores.   

            Y un error es retroceder a Esparta e impedir que una niña como Julia, una hermosa niña con síndrome de Down, a la que he conocido en mi último curso como docente participando como actriz en el taller de teatro que yo dirigía, naciera.

            Julia no sabe pronunciar bien. Se le olvida no pocas veces el papel. Entra en escena cuando se le ocurre y sale de ella cuando lo considera. Pero Julia, cuando salía al escenario y el salón estaba completamente abarrotado de padres y alumnos, recibía el mayor de los aplausos... Y al terminar la representación, cuando todos los demás niños salían corriendo para jugar y divertirse, ella se acercaba a mí y me decía: “Profe, gracias”. Y me pedía que me agachara para darme un beso.

            Ni a Alberto ni a Julia, ni a otros muchos semejantes que se han cruzado en mi camino de la enseñanza y de la vida, según su atroz teoría de la muerte, señora Regás, los hubiera conocido y querido. Y sus padres hubieran dejado de tener la fortuna mayor de las existentes: la del amor, la del amor limpio, puro, maravilloso que sólo saben tener y dar estos niños benditos.