viernes, 29 de enero de 2016

CUANDO FLORECEN LOS ALMENDROS

Conocí en la entrega de premios de un certamen literario a un escritor que me marcó. Él obtuvo el premio en relato y yo en poesía. Ambos tuvimos que leer nuestros trabajos al público asistente, y tras terminar el acto nos fuimos a tomar una cerveza.

El escritor, bastante más joven que yo, me preguntó por mi vida, yo creo que como excusa para hablarme de la suya. Me confesó que estuvo casado y que su esposa se fue de la casa a los siete años de la boda, sin querer saber nada de sus dos hijos, dejándolos a su cargo. Que sus padres murieron en un accidente de tráfico pocos meses después. Que nunca quiso estar con ninguna otra mujer, porque sólo la quería a ella. Que le diagnosticaron problemas en un riñón y se lo extirparon. Que, como consecuencia, se quedó sin trabajo cuando contaba con cuarenta y pocos…, y que se vio casi mendigando por las calles para sacar adelante a sus pequeños. Que había escrito un libro sencillo, con diez relatos, y los iba ofreciendo por las terrazas y los bares a cambio de un donativo…, pero que recibía más desplantes, negativas e indiferencias que ventas. Todo lo más, por lástima, por caridad, tres o cuatro ejemplares al día.

Sentí compasión por el personaje. Todo un tipo que vestía al estilo de los hippies de los sesenta y se mostraba amable, educado, extrovertido… Aproveché la coyuntura y le pregunté que cómo era posible haber vivido tantas adversidades y tener, encima, si no alegría, si cierto gozo y vitalidad en el alma fruto de saber aceptar los reveses que la vida te va dando. Fue entonces cuando me hizo saber que siempre, en el fondo de todo, cabe la esperanza. “Mira el campo”, añadió, “cuando toda la naturaleza está muerta, los árboles sin hojas, las plantas sin color, hace frío, todo es gris y triste…, en pleno invierno, florecen los almendros, y sus flores son preciosas, y todo el paisaje parece que se contagia de tanta hermosura y hasta los pájaros entonan sus cantos con mayor primor”.

“Eres un poeta”, le dije. “Tenías que escribir versos y no relatos.” Sonrió, le dio el último trago a la caña de cerveza y se despidió. Pero antes de salir a la calle, tras escribir su nombre y su número de teléfono en una servilleta y dármela, se volvió hacia mí y me dijo: “Si alguna vez la vida te trae un árido verano, un otoño triste y un invierno doloroso…, piensa que en cualquier instante pueden florecer los almendros y llenarse tu corazón de fortaleza, de belleza, de amor y de paz. La primavera está cerca”.

Ayer, cuando salí a pasear por los campos serenos de mi Úbeda, siendo aún enero, me sorprendí al ver que algunos almendros ya habían florecido. Me emocionó la estampa. Me sentí entonces más animado. Y, sin saber por qué, me vino al recuerdo aquel escritor de relatos con el que compartí hace años un acto literario y cuya vida era todo un poema. Al llegar a casa miré en mi agenda y hallé su número de teléfono. Lo llamé por puro detalle, para decirle que al ver los almendros en flor me había acordado de él y de paso saber qué había sido de su vida. Tras una larga espera escuchando la llamada, por fin alguien descolgó el teléfono. Pregunté entonces por mi amigo escritor…, del que solo sabía su nombre. Añadí datos. “Sí, sí, ése es mi padre. En esta casa ahora vivimos sus dos hijos con mi madre, que regresó con él. La verdad es que se querían mucho. Él murió en febrero del año pasado, dos semanas después de que una importante editorial de Madrid le publicase la obra con la que había obtenido el premio internacional de novela Miguel de Cervantes…”

Seguro que murió cuando estaban todos los almendros del mundo en plena flor. Seguro. No me cabe la menor duda.

miércoles, 6 de enero de 2016

JULIÁN MORENO JIMÉNEZ: EL SEMBRADOR AGARRADO A LA TÚNICA DE JESÚS DE NAZARET

Cuando en la tarde lluviosa del día 5 de enero entré en “Cruz de guía”, que dirige y mantiene con gran destreza Eugenio Santa Bárbara, me encontré con el titular: “Fallece el cofrade y filántropo Julián Moreno”. Y dentro de la noticia, varias fotos de este hombre ejemplar que pasó por la vida haciendo el bien.

Sentí tristeza, pero distinta a la que duele, de esas que tienen un aroma de gozo brotando de su hondura. Un gozo delicado y profundo, de misteriosa felicidad. No hace mucho estuve con él. Fue en el templo de San Isidoro. Y, como siempre, tan cariñoso y amable, me preguntó por mis hijos y, en especial, por José Ramón, a quien tanto quería, porque ambos, entre otras razones, son seguidores de ese Cristo en la Columna al que aman con locura y que tanto representa en sus vidas. Y ese lazo, honesto y limpio, los venía uniendo desde hace lustros y por encima de todas las distancias.

El entierro ha tenido lugar hoy, día de Reyes, a las diez de la mañana, en la iglesia de San Isidoro. Demasiado temprano para una fecha tan especial. Sin embargo, no cabía un alfiler. Cuando entró el féretro, se hizo un silencio sepulcral. Allí, a su lado, bajo el atril del Evangelio, en medio de todos los directivos y numerosos cofrades con la medalla en el pecho, puestos en pie y firmes en señal de hondo respeto, aparecía majestuoso el estandarte de una de las muchas cofradías a las que pertenecía. Esa que, sin duda, más quería y más ha significado para él: “La Columna”. Así como el estandarte que simbolizaba y aglutinaba a todas las demás: el de la Agrupación de Cofradías.

Don Santiago, el párroco, acompañado por don Robustiano, ofició la ceremonia religiosa. Habló de Julián convencido del triunfo de su vida, expresando la certeza de que ya estaba disfrutando de la presencia del Señor. Por último, y antes de partir para el cementerio, sonó la marcha de la cofradía y lo llevaron a hombros hasta la capilla del Cristo que tantas veces, incansablemente, visitó a lo largo de su existencia. La emoción entonces nos embargó a todos. Y en todos los ojos de los allí presentes se nos hicieron de niebla las pupilas.

Sus cinco hijos, junto al resto de la familia, estaban rotos por el dolor, pero en sus miradas, pese a las lágrimas y el cansancio, brillaba un dulce sentimiento de orgullo. Todos sabían que su padre, ese hombre de vida excepcional dormido dentro del ataúd, ha sido un ejemplo de humanidad, de fidelidad, de trabajo, de entrega, de renuncia, de coherencia, de sacrificio, de oración, de esperanza, de amor… Desde la pobreza los supo hacer ricos y fue rico en bienes del alma. Viudo desde muy joven, hizo de padre y madre a la vez, y los llevó a todos a las nubes de la formación y la cultura para que cruzaran por la vida con alas de libertad y sencillez. Luchó por la fe, sembró evangelio, se dio a los necesitados y a los enfermos, visitó a los presos, dio de comer a los hambrientos y de beber a los sedientos, acogió a los peregrinos y vistió a los desnudos… Y hasta a mí, soñador de versos, nunca dejó de animarme para que no desfalleciese en mi destino de ser y de darme.  

Le dije adiós desde el alma, pidiendo a Dios, en este año especial de la misericordia, no por él, sino por mí, para que me permitiera encontrarme de nuevo con su presencia en la otra dimensión y darle un fuerte abrazo por toda la eternidad. Y al verlo alejarse definitivamente dentro de su sepultura terrena, volví a sentir dentro de la pena que me seguía bañando una alegría serena y silenciosa… Y entonces supe por qué un hombre tan mayor y tan lleno de madurez como él se había ido en la víspera del día de Reyes. Sencillamente, pensé, porque debajo de ese cuerpo desgastado, repleto de cicatrices y de llagas, de heridas siempre perdonadas, de sembrador de vida, lo que había era un niño, un niño grande, un niño siempre agarrado a la túnica de Jesús de Nazaret… Y de los niños, nos dejó dicho el Señor, es el reino de los cielos. Que lo disfrutes, amigo Julián. Te lo has merecido.

lunes, 4 de enero de 2016

EL TIEMPO ENTRE NOSOTROS

Un año más que se nos va. Un año más que pasa envuelto en la capa de enigmas y se marcha de puntillas por las rendijas del almanaque. Y aquí nos deja, con nuestras ignorancias para engañarnos a nosotros mismos.

“No pasa el tiempo, pasamos nosotros”. Decimos. Y lo decimos con voz altiva, como engolada, cual filósofos de una Grecia de pacotilla a la sombra de la acrópolis de la modernidad.

Pero es mentira. Una mentira más. No pasamos nosotros. Pasa el tiempo por entre nosotros dejándonos cada vez que lo hace un corte en el tronco de nuestra existencia, buscando derribarnos contra el suelo para que seamos tierra. Algo así como lo hace un leñador cuando quiere talar un espléndido árbol del bosque.

Albert Einstein lo dejó bien claro: “El tiempo existe”. Y se puede demostrar. Ahí tenemos “la paradoja de los dos gemelos”. Si un hermano adolescente se queda en la tierra mientras otro viaja cerca de la velocidad de la luz, al regresar encontrará a su hermano hecho un anciano mientras él sigue casi igual de joven que al partir. El tiempo existe porque, afianzando esta teoría de la relatividad de Einstein, si fuera una simple percepción, como aseguran otros, en nada variarían tampoco los relojes atómicos cuando uno ellos se queda en tierra y el otro viaja en un simple avión por varias horas. El que vuela se retrasa.

Si el tiempo tampoco existiera seríamos eternos. Si el tiempo se detuviera nos quedaríamos tal y como estamos para siempre. Cuanto existe, por lo tanto, es un flotar en el éter de los instantes, que no tiene aparentemente piedad con nada ni con nadie, cual si fuera una especie de monstruo que sólo se alimenta de cuanto nace de él mismo, como un Saturno misterioso que sigilosamente devora a sus hijos.

El tiempo, por lo tanto, acabará con todo rastro de existencia. Acabará con el sol y los planetas, con las constelaciones, las galaxias, con el universo entero… Y, por supuesto, con todo rastro de vida. Después, tal vez, aburrido de haberlo hecho todo y hacerse él mismo nada, decida en la última milésima del último segundo, hacer estallar un nuevo Big-Bang, y tener un nuevo cosmos para volver a empezar a jugar en su rompecabezas de construcción-destrucción.

Lo mismo es que Dios es tiempo para que lo sintamos pero no lo veamos. Ya lo dijo Víctor Hugo: “Dios es la evidencia invisible”. Lo mismo la vida y la muerte son círculos concéntricos en la espiral de una misma cosa. Lo mismo ese tiempo que nos nace, nos ve, nos corta, nos hiere, nos vigila, nos marca y nos tira al suelo, y anda por nosotros, por cada uno de nosotros, pueda tener inteligencia y, por qué no, misericordia, y en un momento determinado decida, por lo que sea, sacarnos de su espacio y, bien por haberlo descubierto, o por ser especiales, o por algo que él considere, llevarnos de alguna manera hacia dentro de él mismo, para ahí, en su interior de infinita quietud sin relojes, ser eternos. Igual esa es la vida eterna de la que nos hablan las diferentes religiones, y de la que, en cierto modo, nos habla también la Biblia.

Se nos va un viejo año y nos llega otro nuevo. Pero nada de eso es en verdad. Otra mentira. Es el mismo que se pone y se quita la barba de la vejez para que creamos que todo es un nuevo volver a empezar, para que incluso brindemos para darle la bienvenida y nos deseemos felicidad en él... Como si él nos estuviera dando vida cuando lo único que hace, en realidad, es quitárnosla.

Al tiempo, por lo tanto, lo único que tenemos que hacer es respetarlo, aceptarlo e incluso amarlo, al fin y al cabo le debemos el hecho de habernos traído aquí y haber conocido las maravillas de la existencia. Y esto, después de todo, es un regalo excepcional que no tiene precio.