Conocí en la entrega de premios de un certamen literario a
un escritor que me marcó. Él obtuvo el premio en relato y yo en poesía. Ambos tuvimos
que leer nuestros trabajos al público asistente, y tras terminar el acto nos
fuimos a tomar una cerveza.
El escritor, bastante más joven que yo, me preguntó por mi
vida, yo creo que como excusa para hablarme de la suya. Me confesó que estuvo
casado y que su esposa se fue de la casa a los siete años de la boda, sin
querer saber nada de sus dos hijos, dejándolos a su cargo. Que sus padres
murieron en un accidente de tráfico pocos meses después. Que nunca quiso estar
con ninguna otra mujer, porque sólo la quería a ella. Que le diagnosticaron
problemas en un riñón y se lo extirparon. Que, como consecuencia, se quedó sin
trabajo cuando contaba con cuarenta y pocos…, y que se vio casi mendigando por
las calles para sacar adelante a sus pequeños. Que había escrito un libro
sencillo, con diez relatos, y los iba ofreciendo por las terrazas y los bares a
cambio de un donativo…, pero que recibía más desplantes, negativas e
indiferencias que ventas. Todo lo más, por lástima, por caridad, tres o cuatro
ejemplares al día.
Sentí compasión por el personaje. Todo un tipo que vestía al
estilo de los hippies de los sesenta y se mostraba amable, educado,
extrovertido… Aproveché la coyuntura y le pregunté que cómo era posible haber
vivido tantas adversidades y tener, encima, si no alegría, si cierto gozo y
vitalidad en el alma fruto de saber aceptar los reveses que la vida te va dando.
Fue entonces cuando me hizo saber que siempre, en el fondo de todo, cabe la
esperanza. “Mira el campo”, añadió, “cuando toda la naturaleza está muerta, los
árboles sin hojas, las plantas sin color, hace frío, todo es gris y triste…, en
pleno invierno, florecen los almendros, y sus flores son preciosas, y todo el
paisaje parece que se contagia de tanta hermosura y hasta los pájaros entonan
sus cantos con mayor primor”.
“Eres un poeta”, le dije. “Tenías que escribir versos y no
relatos.” Sonrió, le dio el último trago a la caña de cerveza y se despidió.
Pero antes de salir a la calle, tras escribir su nombre y su número de teléfono
en una servilleta y dármela, se volvió hacia mí y me dijo: “Si alguna vez la
vida te trae un árido verano, un otoño triste y un invierno doloroso…, piensa
que en cualquier instante pueden florecer los almendros y llenarse tu corazón
de fortaleza, de belleza, de amor y de paz. La primavera está cerca”.
Ayer, cuando salí a pasear por los campos serenos de mi
Úbeda, siendo aún enero, me sorprendí al ver que algunos almendros ya habían
florecido. Me emocionó la estampa. Me sentí entonces más animado. Y, sin saber
por qué, me vino al recuerdo aquel escritor de relatos con el que compartí hace
años un acto literario y cuya vida era todo un poema. Al llegar a casa miré en
mi agenda y hallé su número de teléfono. Lo llamé por puro detalle, para decirle
que al ver los almendros en flor me había acordado de él y de paso saber qué
había sido de su vida. Tras una larga espera escuchando la llamada, por fin
alguien descolgó el teléfono. Pregunté entonces por mi amigo escritor…, del que
solo sabía su nombre. Añadí datos. “Sí, sí, ése es mi padre. En esta casa ahora
vivimos sus dos hijos con mi madre, que regresó con él. La verdad es que se
querían mucho. Él murió en febrero del año pasado, dos semanas después de que
una importante editorial de Madrid le publicase la obra con la que había
obtenido el premio internacional de novela Miguel de Cervantes…”
No hay comentarios:
Publicar un comentario