jueves, 20 de agosto de 2020

HABLANDO DEL REY

Que España no es monárquica lo sabemos todos. Por eso, cuando don Juan Carlos de Borbón sucedió a Franco como heredero no tuvo más remedio que ceder el poder y crear un estado democrático en el que cupieran todos los partidos políticos. De no haberlo hecho, tarde o temprano, hubiéramos tenido gravísimos problemas y conflictos.

De este modo, y tras la Constitución del 78, el rey se queda como Jefe del Estado a perpetuidad y el pueblo elige, mediante sufragio universal, al resto de gobernantes.

El rey se convierte en figura que reina pero no gobierna. Se dedica a representar al país como supremo embajador, a recibir a los presidentes del gobierno y demás ministros, a asistir a actos relevantes, a entregar premios y honores, a exponer discursos siempre a modo de homilías sociales… y salir en televisión en Nochebuena. Bien es verdad que es también árbitro del juego político, así como Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas y símbolo de la unidad de España, por lo que en caso de extrema gravedad puede imponer su autoridad.

Hasta aquí no hay nada que objetar. Lo que ocurre es que el poder corrompe, y más a quienes se perpetúan en él. Y aquí viene el problema. El rey Juan Carlos I, orgulloso de su labor, siempre jaleada por cuantos le rodean y medios de comunicación, se ha ido poco a poco creyendo que se lo merecía todo. Y como buen Borbón ha ido teniendo sus devaneos de faldas, consentidos por los presidentes y miembros de los servicios secretos, que no solo lo toleraban sino que lo protegían. Se pensaba, además, que el pueblo en general, en caso de salir estas cosas a la opinión pública, no lo vería tan mal. En el fondo y pese a tanto feminismo de cartón piedra, se le aplaudiría bajo cuerda viéndolo como un machote digno de salir en “Sálvame” y competir con los innumerables vende vidas que por ahí pululan disputándose el honor de ver quién ha colocado más y mayores cornamentas en la selva de la inmundicia. Es decir, que eso de tener relaciones extramatrimoniales no solo está a la orden del día en nuestra sociedad sino que, de alguna manera, hasta se valora.

Y poco a poco también, dado sus muchas amistades con peces gordos, sobre todo con los ricos jeques de Oriente Medio, ha ido recibiendo regalos y –yo no sé, pobre de mí– si también comisiones por los negocios que lograba de manos de empresarios. Lo cierto es que a sus ilustres manos han llegado, que sepamos, obsequios, aparte de pequeñeces como jamones ibéricos, valiosos relojes, lujosas plumas, una pistola con piedras preciosas, joyas y demás bagatelas, otros como el palacio de La Mareta en Lanzarote, el yate Fortuna y varios Ferraris. Estos últimos regalos donados al Patrimonio Nacional al verse obligado a tener que pagar los correspondientes impuestos. 

Y ya está bien de pagar. Aquí, donde todo el mundo defrauda a Hacienda, ya he pagado bastante donando estos tesoros. Así que lo que me den en dinero lo guardo en bancos extranjeros. Debió pensar. Y no hago nada malo. Además, la balanza está más que equilibrada. Ya he dado y doy demasiado al Estado trayendo numerosos negocios que lo favorecen. Como aquel mandamás de una ONG de ayuda al tercer mundo que, cuando el que le sustituyó en el cargo descubrió que se había quedado con dinero de algunos donativos y limosnas, expuso sin cargo de conciencia que también cada vez que había tenido junta directiva invitaba a los miembros en el bar de la esquina pagándolo de su bolsillo. ¿O eso no cuenta? Vaya la uno por lo otro. ¿No?

Y ahora, cuando los de extrema izquierda han considerado que es un buen momento para cambiar de régimen e implantar su dictadura del proletariado, apoyándose en las investigaciones de la Fiscalía suiza respecto a más de sesenta y cinco millones de euros “regalados” por don Juan Carlos a una de las amantes de turno y tras las pérfidas declaraciones de esta, que ha engañado de manera extraordinaria al engañador, han sacado sin miramientos todo esto a relucir y han logrado, como gran paso para acabar con la Monarquía e imponer sus sueños dictatoriales, que el rey emérito se vaya del país sin saber, durante dos semanas, nadie a dónde ni, por lo pronto, hasta cuándo. Y malo. Un rey no se va así porque sí. Primero, porque se toma como huida. Segundo, porque al hacerlo da a entender que se está confesando culpable. Si uno no ha hecho nada malo, no tiene que salir de su país despechado, aunque esté todo el mundo en contra diciendo que es un sinvergüenza. Ya lo expuso Anthony de Mello en un bellísimo relato. Cuando al maestro Zen le atribuyeron, bajo toda clase de improperios, la paternidad de una criatura que había dado a luz una joven soltera y le llevaron el niño para que se hiciera cargo de él, solo dijo: “Muy bien, muy bien…”. Quedando desprestigiado y despreciado por todos. Pasado un año, la chica confesó que en verdad el maestro no era el padre sino otro chico que vivía en la casa de al lado. Entonces, fueron todos a rogarle al maestro perdón y a pedirle que el niño les fuera devuelto. El maestro solo dijo: “Muy bien, muy bien…”

Pues eso es lo que tenía que haber hecho Juan Carlos I de tener o no grandes trapos sucios. “Muy bien, muy bien…” Y dejar que la justicia obre. Es más, de no tenerlos, pedir con insistencia que obre. Y si la justicia obra y sale culpable, lo acata y sufre con hombría las consecuencias. Lo cortés no quita lo valiente, quedando de este modo también menos empañada su gran obra

Yo, como la inmensa mayoría de los españoles, no soy monárquico, pero menos soy republicano mientras no haya una verdadera democracia, basada en la cultura, el respeto la tolerancia, la honestidad y la libertad, donde no se me insulte ni discrimine por pensar distinto, y donde no se tomen los partidos políticos –insisto– como si se tratase de ser del Betis Balompié, “manque pierda”.  Prefiero a Felipe VI, hasta ahora intachable, como Jefe del Estado, que a cualquier vivales que llegue a la suma poltrona basándose en el engaño, la publicidad, el márquetin y la compra de votos. Aquel, me da confianza. Este, miedo. 

miércoles, 12 de agosto de 2020

POBRE ÚBEDA


Hace ya años que estoy en Úbeda pero no vivo en Úbeda. Quiero decir que me siento feliz en ella por ser mi dama de sueños a quien amo y porque está llena de historia, de arte y de belleza, pero muy lejos también, la verdad, de sus gentes, de sus luchas innobles, de su creatividad ralentizada, de su cultura politizada, de su religiosidad vacía, de su desviación folclórica, de sus sones de pandereta y charanga, de su barniz de cáscara y souvenirs, de terrazas sobre las aceras de la limpia añoranza y de un turismo de paso que la maquilla con selfis sin sentido…

Y de vez en cuando viajo a otros lugares donde perderme para ver si al volver alguna esquina termino encontrándome para entender la verdadera esencia de la vida. Y cada vez que regreso a esta isla, a mi isla entre cerros, me duele su fracaso. Porque es un fracaso verla a más que pasa el tiempo menos idéntica, más superficial, más en manos de quienes solo buscan beneficiarse de ella a base de tergiversarla, de dominarla a golpes de destellos partidistas y apegos al poder, sin el que son incapaces de levantar una mínima piedra desde el altruismo, o sembrar siquiera desde la independencia un noble grano de trigo.

Y me la encuentro fría como siempre, pero también cada vez más triste y abandonada. Hay por aquí una atmósfera de desolación, de desunión, de melancolía que duele. Y ella, mi Úbeda, calla, mientras la revisten de pantomimas, dejando mostrar bajo el vestido de la seda artificial y mundana, calles en mal estado, calles recién arregladas que parecen viejas y rotas, casas a medio caer, establecimientos de gran calado heridos y sangrantes, cuando no extintos, locales cerrados que gritan por sus candados oxidados, jardines melancólicos cansados de humos y silencios, plazas desoladas, palacios moribundos que crujen su desconsuelo por las maderas resecas, espacios intransitables que huelen a orines y alcoholes de garrafa, paredes acribilladas de grafitis obscenos y asquerosos, de pintarrajos roídos por los desconchones y los olvidos de años... Y suciedad, mucha suciedad que muda el aire de un lugar a otro, como recreándose en la basura por el incivismo y la falta de manos, soñando con que lleguen pronto las elecciones para que se contraten temporalmente a un buen puñado de obreros y le den un barrido que alumbre lo suficiente como para engañar una vez más al pueblo. Y letreros que más que anunciar lloran porque se cuelgan para vender y nadie quiera comprar nada.
Letreros. Muchos letreros por todas las calles y rincones de se alquila y se vende. Tantos que casi es mejor decir que es Úbeda entera la que está en venta.

Pero no haya preocupación. Los ubetenses seguiremos amasando nuestra indiferencia colectiva, alimentando nuestra tibieza sin levadura mientras cantamos las alabanzas del génesis, escondiendo de paso, con fuerza, el miedo que nos da ser libres. Y los que nos gobiernan seguirán haciéndonos creer que el emperador va vestido desde su magistral atalaya de la propaganda, alentada y glorificada por no pocos pelotas de condición humilde y afines ideológicos, y no pocos aduladores del mundo de la cultura y el arte nunca críticos y ansiosos de ayudas, distinciones y honores.

Pobre Úbeda. ¡Qué pena! Pero también qué grande, en cuanto nunca cierra las puertas a la esperanza.La Historia así nos lo enseña: lo malo de Úbeda es que en todas las épocas ha habido quienes se han querido aprovechar de ella. Lo bueno es que ella siempre ha salido gloriosa sobre sus raquíticos cadáveres.