Hace ya años que estoy en Úbeda
pero no vivo en Úbeda. Quiero decir que me siento feliz en ella por ser mi dama
de sueños a quien amo y porque está llena de historia, de arte y de belleza,
pero muy lejos también, la verdad, de sus gentes, de sus luchas innobles, de su
creatividad ralentizada, de su cultura politizada, de su religiosidad vacía, de
su desviación folclórica, de sus sones de pandereta y charanga, de su barniz de
cáscara y souvenirs, de terrazas
sobre las aceras de la limpia añoranza y de un turismo de paso que la maquilla
con selfis sin sentido…
Y de vez en cuando viajo a otros
lugares donde perderme para ver si al volver alguna esquina termino
encontrándome para entender la verdadera esencia de la vida. Y cada vez que regreso
a esta isla, a mi isla entre cerros, me duele su fracaso. Porque es un fracaso
verla a más que pasa el tiempo menos idéntica, más superficial, más en manos de
quienes solo buscan beneficiarse de ella a base de tergiversarla, de dominarla
a golpes de destellos partidistas y apegos al poder, sin el que son incapaces
de levantar una mínima piedra desde el altruismo, o sembrar siquiera desde la
independencia un noble grano de trigo.
Y me la encuentro fría como
siempre, pero también cada vez más triste y abandonada. Hay por aquí una
atmósfera de desolación, de desunión, de melancolía que duele. Y ella, mi
Úbeda, calla, mientras la revisten de pantomimas, dejando mostrar bajo el
vestido de la seda artificial y mundana, calles en mal estado, calles recién
arregladas que parecen viejas y rotas, casas a medio caer, establecimientos de
gran calado heridos y sangrantes, cuando no extintos, locales cerrados que
gritan por sus candados oxidados, jardines melancólicos cansados de humos y
silencios, plazas desoladas, palacios moribundos que crujen su desconsuelo por
las maderas resecas, espacios intransitables que huelen a orines y alcoholes de
garrafa, paredes acribilladas de grafitis obscenos y asquerosos, de pintarrajos
roídos por los desconchones y los olvidos de años... Y suciedad, mucha suciedad
que muda el aire de un lugar a otro, como recreándose en la basura por el
incivismo y la falta de manos, soñando con que lleguen pronto las elecciones
para que se contraten temporalmente a un buen puñado de obreros y le den un
barrido que alumbre lo suficiente como para engañar una vez más al pueblo. Y
letreros que más que anunciar lloran porque se cuelgan para vender y nadie
quiera comprar nada.
Letreros. Muchos letreros por
todas las calles y rincones de se alquila y se vende. Tantos que casi es mejor
decir que es Úbeda entera la que está en venta.
Pero no haya preocupación. Los ubetenses
seguiremos amasando nuestra indiferencia colectiva, alimentando nuestra tibieza
sin levadura mientras cantamos las alabanzas del génesis, escondiendo de paso,
con fuerza, el miedo que nos da ser libres. Y los que nos gobiernan seguirán haciéndonos
creer que el emperador va vestido desde su magistral atalaya de la propaganda, alentada
y glorificada por no pocos pelotas de condición humilde y afines ideológicos, y
no pocos aduladores del mundo de la cultura y el arte nunca críticos y ansiosos
de ayudas, distinciones y honores.
Pobre Úbeda. ¡Qué pena! Pero también
qué grande, en cuanto nunca cierra las puertas a la esperanza.La Historia así
nos lo enseña: lo malo de Úbeda es que en todas las épocas ha habido quienes se
han querido aprovechar de ella. Lo bueno es que ella siempre ha salido gloriosa
sobre sus raquíticos cadáveres.
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