domingo, 26 de enero de 2020

MIRAD CÓMO SE AMAN


A raíz del comentario anterior, un lector, a quien agradezco el detalle de leer mis trabajos en el blog, me escribe diciendo que en efecto, las iglesias están cada vez más vacías y él, que se confiesa “católico practicante”, está muy preocupado en cuanto no ve salida a este crisis de fe, pidiéndome que si yo veo alguna, se lo haga saber para no hundirse más en el desánimo y la desesperanza.

Creo que alguna vez ya he hablado de ello. Las iglesias se vacían, no fundamentalmente por culpa de la política, la masonería, el laicismo…, es solo que hay una crisis de valores y un bombardeo constante lleno de relativismo y hedonismo que nos ciega en al carpe diem y nos empuja a vivir buscando el menor esfuerzo y el mínimo compromiso.

Vivir en cristiano es hermoso pero duro. Hay que nacer de nuevo, adentrarse en el desierto de la libertad, desnudarse de los egoísmos, no venderse a los poderosos, no dejarse arrastrar por lo mundano, defender la verdad, luchar por la justicia, ser solidario con los más desfavorecidos, dar gratis lo que recibimos de gracia…, y amar incluso a los enemigos.

¿Quién está dispuesto hoy en día a ser honesto, fiel, generoso, cabal, limpio de corazón, entregado, servicial, justo, veraz, esperanzado, consecuente…? Y si alguno lo es ha de saber que la sociedad no lo mirará bien por ello, sino todo lo contrario, no será más que un ingenuo, uno de esos carcas de derechas, un facha, un fascista, un beato, un putisanto… 

Y a todo esto hay que añadir la individualidad de los cristianos. El cristianismo no es un salvándome yo, los demás que se las apañen. El cristianismo no es una singularidad, es
una corporación. El mismo Jesús se rodeó de discípulos, hombres y mujeres con los que hablaba, compartía, convivía…

El cristianismo además, ante esta individualidad tan propia de nuestro tiempo, se ha convertido en general en un mero cumplimiento sin mayor responsabilidad. Nada es pecado. Todo lo más, ir a misa, si puedo, si me apetece; salir en alguna procesión, si es que salgo; tener una estampa de algún Cristo o Virgen, si es que la tengo…, y ser uno más entre los demás. Comportándonos de la misma manera que la masa, con la misma vulgaridad, con los mismos defectos, intrigas, ambiciones, mentiras, envidias, recelos, odios… Y sin podernos aceptar entre nosotros, no solo con los que nos cruzamos por la calle, sino entre los mismos que acudimos al templo, la mayoría, desconocidos; intentando dar de lado a quien no me cae bien, a quien considero un falso, al que le veo imperfecciones, al que sé que no me puede ver…

Es por esto que muchos, ante estas situaciones, hastiados, hartos de los demás y de sí mismos, no pocas veces desde su propia honestidad, creen incluso que es mejor dejar de ir a las liturgias y adaptar el traje de la fe a su propio capricho íntimo y personal, cuando no renunciar de pleno a todo lo que tiene que ver con la religión.

El cristianismo así se hunde. Y lo mismo es para bien. Ya cada vez vale menos el simple cumplimiento. Por lo que no cabe más que volver a la raíz del Nuevo Testamento y formar auténticas comunidades que sustituyan a las parroquias, donde sobren los tibios cumplidores y estén los verdaderamente dispuestos a andar en el camino del amor, la verdad y la vida. Donde los pocos que las constituyan se reúnan en un lugar digno, sencillo, acogedor, costeado y mantenido por ellos, independientes de las subvenciones oficialistas que dan lugar, directa o indirectamente, a los chantajes y presiones gubernamentales. Donde se relacionen, donde nadie se encuentre solo, se conozcan, se respeten, se sientan amigos, hermanos, se ayuden, se escuchen, se animen, se alegren de verse… Donde se perdonen de corazón unos a otros. Donde se lean las escrituras y se comenten. Y donde el sacerdote que consagre (que puede que en el futuro llegue a estar casado e incluso ser mujer) sea un padre, un amigo, un apoyo constante... Una comunidad en la que no vale eso de una vela a Dios y otra al diablo. En donde el evangelio, el matrimonio, los hijos, la familia, la coherencia y la vida son sagrados. En donde se den soluciones a los problemas personales y de conciencia que surjan. En donde no se entre en el juego, casi siempre interesado, que los no creyentes buscan promover. Ovejas en medio de lobos, cándidos como palomas pero astutos como serpientes. Donde se mantengan valientes actitudes que den pie a que los muertos entierren a sus muertos. En donde tras cada Eucaristía, en la que nada menos que Dios Salvador, que mure en la cruz por nosotros, se hace pan y vino para dejarse comer, salgamos, no como ahora, cabizbajos, serios y fríos…, sino rebosantes de gozo, ilusionados, ardiendo de vida. Donde, en definitiva, los que miran desde fuera solo puedan decir: “Mirad cómo se aman”.  

sábado, 11 de enero de 2020

EL IMPORTANTE DE LO IMPERDONABLE


Basándome en un hecho real, empezaré diciendo que llegó a ser un tipo importante. Eso al menos creía él, sobre todo porque tenía bajo su mando a unos cuantos subordinados.

También era un tipo muy arrogante, hasta el punto de ser capaz de despreciar a todos aquellos que no piensan ni actúan como él.

En su pueblo, no obstante, se le consideraba más que por él mismo, por tener un sobrino que huyó a Estados Unidos y alcanzó, pese a verse perseguido por la policía y el desprecio del importante, fama de gran actor.

De misa diaria, eso sí. Todo lo contrario que su sobrino, ateo hasta la raíz del pensamiento. Al menos de boquilla, que no de pañales. Que eso viste y vende mucho.

También en aquel tiempo, en el pueblo, despuntaba un joven en el mundo de los libreros. Una vez, el importante visitó su establecimiento por simple curiosidad y aunque nada compró –no era tampoco muy dado a la generosidad– el joven le quedó agradecido.

Un día llegó a las manos del joven un pequeño libro que un escritor había publicado, acerca del sobrino actor, con declaraciones del propio protagonista, y en el que dedicaba un corto capítulo a la familia del afamado personaje. Y dentro de él una parrafada al importante, que ya se había rendido al resplandor del famoso cambiando el desprecio por sumisa adulación. El joven adquirió varios ejemplares para vender en su establecimiento y pensó que le agradaría al susodicho leer lo que de él se decía, que era laudatorio y bueno si se leía con la buena fe del muchacho, pero que según otros, si se leía entre líneas o sobre líneas o bajo líneas, podía no ser tan bueno.

Y dejó, con mucho entusiasmo y la idea de agradar, uno de los ejemplares en el buzón del piso del importante. Y ¡oh, desfachatez! Este se lo tomó como una provocación y una ofensa. Por lo que, aparte de enviarle escritos de respuesta llenos de desaprobación y amenazas, decidió denunciar al joven remitente, que no al autor ni al editor del libro, que eso ya era harina de otro costal. Menos mal que, gracias a Dios, esto entonces era una democracia, y no pasó del intento, la frustración y la rabia.  

El joven emigró a la capital. Y muchos años después regresó al pueblo para pasar las fiestas navideñas con la poca familia que aún le quedaba. Y en la tarde del último domingo del año, como cristiano honesto que era, acudió, casualidades de la vida, a la misma misa en la que se encontraba el importante. Al salir, dejándose llevar por la humildad y el impulso del espíritu navideño, se acercó a él y le deseo felicidad, al tiempo que le pedía perdón por aquel atrevimiento que con tanta buena fe hizo en aquel día ya muy lejano.

«Imperdonable. Aquello fue imperdonable. No tiene usted perdón. Ningún perdón. Así que adiós.» Respondió ensoberbecido e iracundo el importante con migajas todavía en la lengua del Cuerpo de Cristo.

Y eso que en la segunda lectura de la misa de ese día el apóstol Pablo acababa de exponer como Palabra de Dios con absoluta claridad: “«Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra el otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo». Y en el rito de la comunión, no cabe la menor duda, habría rezado con los ojos cerrados, beatíficamente, cualquiera que lo mirara diría que en éxtasis, el padrenuestro, haciendo un gran énfasis en: “«Y perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Y todo esto dejando aparte lo de: “«Siete no, setenta veces siete». Pues ni por esas.

Y luego hay quienes dicen no entender por qué están cada vez más vacías las iglesias…