Basándome en un hecho real,
empezaré diciendo que llegó a ser un tipo importante. Eso al menos creía él,
sobre todo porque tenía bajo su mando a unos cuantos subordinados.
También era un tipo muy arrogante,
hasta el punto de ser capaz de despreciar a todos aquellos que no piensan ni
actúan como él.
En su pueblo, no obstante, se le
consideraba más que por él mismo, por tener un sobrino que huyó a Estados
Unidos y alcanzó, pese a verse perseguido por la policía y el desprecio del
importante, fama de gran actor.
De misa diaria, eso sí. Todo lo
contrario que su sobrino, ateo hasta la raíz del pensamiento. Al menos de
boquilla, que no de pañales. Que eso viste y vende mucho.
También en aquel tiempo, en el pueblo,
despuntaba un joven en el mundo de los libreros. Una vez, el importante visitó
su establecimiento por simple curiosidad y aunque nada compró –no era tampoco
muy dado a la generosidad– el joven le quedó agradecido.
Un día llegó a las manos del
joven un pequeño libro que un escritor había publicado, acerca del sobrino actor,
con declaraciones del propio protagonista, y en el que dedicaba un corto
capítulo a la familia del afamado personaje. Y dentro de él una parrafada al
importante, que ya se había rendido al resplandor del famoso cambiando el
desprecio por sumisa adulación. El joven adquirió varios ejemplares para vender
en su establecimiento y pensó que le agradaría al susodicho leer lo que de él
se decía, que era laudatorio y bueno si se leía con la buena fe del muchacho,
pero que según otros, si se leía entre líneas o sobre líneas o bajo líneas, podía
no ser tan bueno.
Y dejó, con mucho entusiasmo y la
idea de agradar, uno de los ejemplares en el buzón del piso del importante. Y
¡oh, desfachatez! Este se lo tomó como una provocación y una ofensa. Por lo
que, aparte de enviarle escritos de respuesta llenos de desaprobación y
amenazas, decidió denunciar al joven remitente, que no al autor ni al editor
del libro, que eso ya era harina de otro costal. Menos mal que, gracias a Dios,
esto entonces era una democracia, y no pasó del intento, la frustración y la
rabia.
El joven emigró a la capital. Y
muchos años después regresó al pueblo para pasar las fiestas navideñas con la
poca familia que aún le quedaba. Y en la tarde del último domingo del año, como
cristiano honesto que era, acudió, casualidades de la vida, a la misma misa en
la que se encontraba el importante. Al salir, dejándose llevar por la humildad y
el impulso del espíritu navideño, se acercó a él y le deseo felicidad, al
tiempo que le pedía perdón por aquel atrevimiento que con tanta buena fe hizo
en aquel día ya muy lejano.
«Imperdonable. Aquello fue
imperdonable. No tiene usted perdón. Ningún perdón. Así que adiós.» Respondió ensoberbecido
e iracundo el importante con migajas todavía en la lengua del Cuerpo de Cristo.
Y eso que en la segunda lectura
de la misa de ese día el apóstol Pablo acababa de exponer como Palabra de Dios
con absoluta claridad: “«Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno
tenga quejas contra el otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo».
Y en el rito de la comunión, no cabe la menor duda, habría rezado con los ojos
cerrados, beatíficamente, cualquiera que lo mirara diría que en éxtasis, el
padrenuestro, haciendo un gran énfasis en: “«Y perdona nuestras ofensas como
también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Y todo esto dejando aparte
lo de: “«Siete no, setenta veces siete». Pues ni por esas.
Y luego hay quienes dicen no
entender por qué están cada vez más vacías las iglesias…
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