miércoles, 4 de mayo de 2011

A MIGUEL MORENO JARA, IN MEMORIAM

                     

                        Cada vez que la muerte
                        pronuncia un nombre a sangre por el filo
de escarcha de su boca
y llega a mis oídos,
                        se me hielan los huesos,
                        porque acaso –terrible– pudiera ser el mío.
                        Y me contengo el aire.
                        Y tiemblan mis sentidos.
                        Y se me seca el alma...          
Y hondo respiro
                        cuando veo que no,
                        que es otro el pronunciado, el que se ha escrito
                        en el libro de horas, sin manecillas ya
                        por el reloj del infinito.
                        Pero siempre me deja un poso amargo
                        el nombre pronunciado, el que me ha dicho,
                        y se me clava dentro,
                        en el blando acerico
del fondo de la entraña,                    
y más cuando me roza algún sonido
que suena a quien yo soy,
a uno de los míos,
o a quien conozco
porque juntos vivimos
conquistas imposibles.
Porque ocurre que vino
a ser el de mis padres,
o ser el de mis tíos,
o, como ahora, ayer, hace un instante,
el nombre de mi amigo
Miguel Moreno, el hombre de la altura,
el poeta que quiso
sembrar de lapislázuli los sueños
y de coral los lirios.

Me vino desconchada en su esqueleto,
con sus ojos vacíos,
con su lengua de nunca,
con su puñal de sombra enmugrecido,
con su insaciable hambre de crueldad
para decirme: “Escucha que te digo,
Miguel, Miguel Moreno...
es hoy el elegido”.
Maldita seas, le dije,
y maldito sea el vientre que te hizo.
Y se escapó escupiendo su miseria
de araña venenosa por los riscos
de su propio desprecio y desventura.
Y me quedé prendido
en tu mano estrechada en recitales,
en tu recuerdo vivo,
Miguel, en tus palabras de hermosura
que siempre regalabas como un niño
regala un trozo azul de su humildad,
o como ofrece un mar su colorido,
o como esparce el sol su soledad,
o como da una flor la paz de sus suspiros.
Y te quedaste solo,
tremendamente frío,
en la quietud serena de la losa
que lleva más allá, Miguel, de cualquier sitio.
Tal vez a Dios, poeta como tú,
que anda escribiendo versos por los siglos
para hacernos poetas,
trovadores de luz por los caminos.
Y te guardo en mis sueños
mientras la tierra absorbe tu delirio,
y te abrazo sin tiempo, y levanto en la torre
de mi pecho desnudo un obelisco
en tu nombre, en tu gloria, en tu memoria...
Porque fuiste una lumbre en el abismo,
una luna encendida en la ternura,
un pan de trigo
caliente, recién hecho, candeal,
partido y compartido.
Porque fuiste especial,
cabal, bueno, leal, noble, sencillo.
Porque fuiste, Miguel Moreno Jara,
un bien nacido.
Y porque eres, por siempre y para siempre,
mi amigo.