Un año más que se nos va. Un año más que pasa envuelto en la
capa de enigmas y se marcha de puntillas por las rendijas del almanaque. Y aquí
nos deja, con nuestras ignorancias para engañarnos a nosotros mismos.
“No pasa el tiempo, pasamos
nosotros”. Decimos. Y lo decimos con voz altiva, como engolada, cual
filósofos de una Grecia de pacotilla a la sombra de la acrópolis de la
modernidad.
Pero es mentira. Una mentira más. No pasamos nosotros. Pasa
el tiempo por entre nosotros dejándonos cada vez que lo hace un corte en el
tronco de nuestra existencia, buscando derribarnos contra el suelo para que
seamos tierra. Algo así como lo hace un leñador cuando quiere talar un espléndido
árbol del bosque.
Albert Einstein lo dejó bien claro: “El tiempo existe”. Y se
puede demostrar. Ahí tenemos “la paradoja de los dos gemelos”. Si un hermano adolescente
se queda en la tierra mientras otro viaja cerca de la velocidad de la luz, al
regresar encontrará a su hermano hecho un anciano mientras él sigue casi igual
de joven que al partir. El tiempo existe porque, afianzando esta teoría de la
relatividad de Einstein, si fuera una simple percepción, como aseguran otros, en
nada variarían tampoco los relojes atómicos cuando uno ellos se queda en tierra
y el otro viaja en un simple avión por varias horas. El que vuela se retrasa.
Si el tiempo tampoco existiera seríamos eternos. Si el
tiempo se detuviera nos quedaríamos tal y como estamos para siempre. Cuanto
existe, por lo tanto, es un flotar en el éter de los instantes, que no tiene
aparentemente piedad con nada ni con nadie, cual si fuera una especie de
monstruo que sólo se alimenta de cuanto nace de él mismo, como un Saturno misterioso
que sigilosamente devora a sus hijos.
El tiempo, por lo tanto, acabará con todo rastro de
existencia. Acabará con el sol y los planetas, con las constelaciones, las
galaxias, con el universo entero… Y, por supuesto, con todo rastro de vida.
Después, tal vez, aburrido de haberlo hecho todo y hacerse él mismo nada,
decida en la última milésima del último segundo, hacer estallar un nuevo Big-Bang,
y tener un nuevo cosmos para volver a empezar a jugar en su rompecabezas de construcción-destrucción.
Lo mismo es que Dios es tiempo para que lo sintamos pero no
lo veamos. Ya lo dijo Víctor Hugo: “Dios es la evidencia invisible”. Lo mismo
la vida y la muerte son círculos concéntricos en la espiral de una misma cosa.
Lo mismo ese tiempo que nos nace, nos ve, nos corta, nos hiere, nos vigila, nos
marca y nos tira al suelo, y anda por nosotros, por cada uno de nosotros, pueda
tener inteligencia y, por qué no, misericordia, y en un momento determinado
decida, por lo que sea, sacarnos de su espacio y, bien por haberlo descubierto,
o por ser especiales, o por algo que él considere, llevarnos de alguna manera hacia
dentro de él mismo, para ahí, en su interior de infinita quietud sin relojes,
ser eternos. Igual esa es la vida eterna de la que nos hablan las diferentes
religiones, y de la que, en cierto modo, nos habla también la Biblia.
Se nos va un viejo año y nos llega otro nuevo. Pero nada de
eso es en verdad. Otra mentira. Es el mismo que se pone y se quita la barba de
la vejez para que creamos que todo es un nuevo volver a empezar, para que
incluso brindemos para darle la bienvenida y nos deseemos felicidad en él...
Como si él nos estuviera dando vida cuando lo único que hace, en realidad, es
quitárnosla.
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