domingo, 28 de julio de 2013

HOMBRES DEL CAMPO


            Caminos de mi Úbeda asombrosa,
            estelas en el mar de los olivos
            mirando a las montañas misteriosas,
            llevando a las alturas de uno mismo.
           
            Caminos hacia siempre, hacia la aurora,
            hacia el sueño y la vida, hacia los siglos,
            hacia el libre misterio de las horas...
Caminos de mi Úbeda, caminos.


Y por los caminos... la magistral lección de los hombres de bien.

Cuando en las ciudades la hoguera de la soberbia, la falsedad, el desamor, la insolidaridad y la mala educación anda incinerando el corazón de aquéllos que las habitan; cuando el humo ya ciega las miradas y corre abrasando el alma y la conciencia de todos nosotros; cuando todo es ya una selva rodeada de fuego buscando empujar al abismo la convivencia y la tolerancia; cuando ya nadie sabe a qué viene tanta pesadumbre, odio y desconsideración, tanto desconcierto... Uno se va y se pierde por los caminos del silencio hecho sinfonía y encuentra otro mundo de hombres grandes y sencillos.

Son los agricultores, los hombres del campo, personas capaces de pararse si te ven para ofrecerte su coche, su tractor o su remolque, su agua y su pan, su ayuda... y siempre, siempre, sin excepción, te regalan su saludo, y no pocas veces sus palabras de ánimo, de comprensión y de amistad...

Llevo algunos años andando por esos caminos de mi Úbeda. Y jamás me he sentido desamparado. Cuando a lo lejos escucho la labranza de un hombre del campo, sé que cerca tengo una mano extendida que me prestaría toda la ayuda del mundo si la necesitase, un amigo que sin conocerme de nada no dudaría en socorrerme, un compañero del alma, compañero –otro Ramón Sijé– con el que hablar de la vida y de la muerte junto a las aladas almas de las rosas del almendro de nata.

Y es que el campo nos hace ser más nobles. En el campo todo es más humano y más hermoso. Todo es tan misterioso y tan grande que nos vuelve más pequeños y menos orgullosos, más sabios, mejores.

En el campo se lucha con la tierra sabiendo que somos tierra, parte de su forma, hijos de su entraña. Tal vez por eso, el labrador, el campesino que la trabaja y derrama en ella el sudor de su frente y de su corazón, se crea tan poca cosa y se sepa, al mismo tiempo, tan distinto, tan especial, tan único... Son, en el fondo, los seres más cercanos a Dios. Ese Dios que nos hizo del barro para que nunca nos creyéramos luz de estrellas.

En el campo, el mundo sigue siendo mejor. Mucho mejor. Es mejor pese a que algún perro sin alma pueda también ladrarte y hasta intentar morderte. Me convencí del todo cuando no hace mucho una destartalada furgoneta de pobres inmigrantes se paró para preguntarme si me llevaban a algún sitio, y, sobre todo, cuando un amigo de la infancia, que hasta ayer evitaba saludarme al cruzarnos por la calle, el otro día paró su coche para ofrecerme su ayuda pensando que algo me había sucedido, al verme andando, por ahí, perdido, en plena mañana, bajo el implacable sol del verano.

-Gracia. Sólo voy dando un paseo.
-De nada. Ahí, en ese cerro, tengo un olivar. Si alguna vez necesitas algo y estoy por aquí, ya sabes donde me tienes, sin ningún problema.

Desde ese momento y hasta llegar a la casa, mis ojos no veían con claridad porque una niebla de emoción me empañaba las pupilas.

Mi gratitud para todos vosotros, hombres del campo.  


viernes, 12 de julio de 2013

EL BAILE DE LA SERPIENTE CANALLA

“La venganza es sólo un placer de pequeñas almas”, decía el poeta latino Juvenal. Y venganza es lo que movió al pequeño hombrecillo, José Bretón, a asesinar a sus dos hijos.

            Lo tenía todo perfectamente planeado desde hacía tiempo. Su mujer se separó de él y para una persona arrogante y engreída eso es demasiada ofensa. Te vas a enterar. Si no te tengo yo a ti, tú no vas a tener a los niños. Y la venganza, que es una máquina motosierra movida siempre por el motor del odio, se puso en marcha y arrasó con todo el bosque de la clara inocencia.

            Se hizo de medicamentos fuertemente sedantes. Compró gasoil a cántaros. Se buscó coartadas. Se cuidó de tener el móvil apagado. Preparó el lugar del crimen. Encendió el fuego y arrojó en él los cuerpecillos de una niña de seis años y un pequeño de dos. Y cuando la lumbre lo redujo todo a cenizas salió rumbo al viaje de nunca regresar. Al parque Cruz Conde de Córdoba, donde apenas nada más llegar se le perdieron los dos pequeños. Alguien se los habría llevado. Una llamada al 112 y todo concluido. La venganza servida en plato frío. Incluso hasta tuvo tiempo, ya descargado del peso de querida ex-esposa ya no tenemos nada que nos una, ni que me una a tu despreciable familia, de coquetear con una antigua novia para reclamarle el beso que una tarde de muchos años atrás, por culpa de un flemón, le dejó a deber. Perfecto.

Pero a los débiles siempre se les coge porque, en el fondo, no suelen ser muy inteligentes. Y cuando todo estaba muy a su favor, sobre todo porque los cuerpos de los pequeños no aparecían, y los restos encontrados en la hoguera de su cortijillo eran, según la experta forense policial, nada menos que con treinta y tres años de servicio, venida de Madrid, de animalillos, aparece, diez meses después, el ángel de la justicia implacable con nombre y apellido (el doctor Francisco Etxeberría) para exponer, sin ningún género de duda, que los huesos hallados en Las Quemadillas eran inequívocamente de seres humanos. Y todo resuelto. La puerta en las narices.

            Estuve en el juicio. Pude hacerme de una acreditación y asistí a varias sesiones. Vi y escuché la declaración de testigos, forenses, arqueólogos, antropólogos... así como las llamadas telefónicas que fueron grabadas y los vídeos pertinentes... Vi cerca de mí, a dos pasos, al hombrecillo exmilitar que sirvió en Bosnia y se emborrachó de violencia porque las guerras siempre inyectan ardores feroces y ciegos en las venas. Entró y salió una y otra vez en la sala escoltado y esposado sin fijarse en nadie... Ahí, enclenque, pusilánime, sin apenas gesticular... Ahí, un cuerpo reptando hacia su propia escoria de muladar. Ahí, todo un ser despreciable y aborrecible que es capaz de engañar a dos criaturas limpias y puras, sus propios hijos, lo que más se quiere en este mundo, para después envenenarlos y, posiblemente aún vivos, quemarlos a más de mil grados. No hay motivo ni justificación que alcance tal extensión. No puedo creerlo. No puedo. Me resisto. Aún hoy, que ya no es presunto, sino culpable por unanimidad del jurado, me cuesta creer que en José Bretón, tan poquita cosa, tan nada, pueda albergarse un alma tan ruin y tan miserable. No es posible. Y más cuando dice el informe psiquiátrico que no es un enfermo mental. ¿Entonces? Lo mismo lo que necesita este hombre, aparte de la cárcel, es un exorcismo. En sus ojos, profundos e intimidatorios, si te acercas un poco, se pueden ver las tremendas llamaradas del fuego del infierno y en ellas a Satanás danzando el baile de la serpiente canalla. Terrible.