Caminos
de mi Úbeda asombrosa,
estelas en el mar de
los olivos
mirando a las montañas
misteriosas,
llevando a las alturas
de uno mismo.
Caminos hacia siempre,
hacia la aurora,
hacia el sueño y la
vida, hacia los siglos,
hacia el libre
misterio de las horas...
Caminos de mi Úbeda, caminos.
Y por los caminos... la magistral
lección de los hombres de bien.
Cuando en las ciudades la hoguera
de la soberbia, la falsedad, el desamor, la insolidaridad y la mala educación
anda incinerando el corazón de aquéllos que las habitan; cuando el humo ya
ciega las miradas y corre abrasando el alma y la conciencia de todos nosotros;
cuando todo es ya una selva rodeada de fuego buscando empujar al abismo la
convivencia y la tolerancia; cuando ya nadie sabe a qué viene tanta pesadumbre,
odio y desconsideración, tanto desconcierto... Uno se va y se pierde por los
caminos del silencio hecho sinfonía y encuentra otro mundo de hombres grandes y
sencillos.
Son los agricultores, los hombres
del campo, personas capaces de pararse si te ven para ofrecerte su coche, su
tractor o su remolque, su agua y su pan, su ayuda... y siempre, siempre, sin
excepción, te regalan su saludo, y no pocas veces sus palabras de ánimo, de
comprensión y de amistad...
Llevo algunos años andando por
esos caminos de mi Úbeda. Y jamás me he sentido desamparado. Cuando a lo lejos
escucho la labranza de un hombre del campo, sé que cerca tengo una mano
extendida que me prestaría toda la ayuda del mundo si la necesitase, un amigo
que sin conocerme de nada no dudaría en socorrerme, un compañero del alma,
compañero –otro Ramón Sijé– con el que hablar de la vida y de la muerte junto a
las aladas almas de las rosas del almendro de nata.
Y es que el campo nos hace ser más
nobles. En el campo todo es más humano y más hermoso. Todo es tan misterioso y
tan grande que nos vuelve más pequeños y menos orgullosos, más sabios, mejores.
En el campo se lucha con la
tierra sabiendo que somos tierra, parte de su forma, hijos de su entraña. Tal
vez por eso, el labrador, el campesino que la trabaja y derrama en ella el
sudor de su frente y de su corazón, se crea tan poca cosa y se sepa, al mismo
tiempo, tan distinto, tan especial, tan único... Son, en el fondo, los seres
más cercanos a Dios. Ese Dios que nos hizo del barro para que nunca nos
creyéramos luz de estrellas.
En el campo, el mundo sigue
siendo mejor. Mucho mejor. Es mejor pese a que algún perro sin alma pueda también
ladrarte y hasta intentar morderte. Me convencí del todo cuando no hace mucho una
destartalada furgoneta de pobres inmigrantes se paró para preguntarme si me
llevaban a algún sitio, y, sobre todo, cuando un amigo de la infancia, que hasta
ayer evitaba saludarme al cruzarnos por la calle, el otro día paró su coche
para ofrecerme su ayuda pensando que algo me había sucedido, al verme andando,
por ahí, perdido, en plena mañana, bajo el implacable sol del verano.
-Gracia. Sólo voy dando un paseo.
-De nada. Ahí, en ese cerro, tengo un olivar. Si alguna vez necesitas
algo y estoy por aquí, ya sabes donde me tienes, sin ningún problema.
Desde ese momento y hasta llegar
a la casa, mis ojos no veían con claridad porque una niebla de emoción me
empañaba las pupilas.
Mi gratitud para todos vosotros,
hombres del campo.