“La venganza es sólo
un placer de pequeñas almas”, decía el poeta latino Juvenal. Y venganza es
lo que movió al pequeño hombrecillo, José Bretón, a asesinar a sus dos hijos.
Lo tenía
todo perfectamente planeado desde hacía tiempo. Su mujer se separó de él y para
una persona arrogante y engreída eso es demasiada ofensa. Te vas a enterar. Si
no te tengo yo a ti, tú no vas a tener a los niños. Y la venganza, que es una máquina
motosierra movida siempre por el motor del odio, se puso en marcha y arrasó con
todo el bosque de la clara inocencia.
Se hizo de
medicamentos fuertemente sedantes. Compró gasoil a cántaros. Se buscó coartadas.
Se cuidó de tener el móvil apagado. Preparó el lugar del crimen. Encendió el
fuego y arrojó en él los cuerpecillos de una niña de seis años y un pequeño de
dos. Y cuando la lumbre lo redujo todo a cenizas salió rumbo al viaje de nunca
regresar. Al parque Cruz Conde de Córdoba, donde apenas nada más llegar se le
perdieron los dos pequeños. Alguien se los habría llevado. Una llamada al 112 y
todo concluido. La venganza servida en plato frío. Incluso hasta tuvo tiempo,
ya descargado del peso de querida ex-esposa ya no tenemos nada que nos una, ni que
me una a tu despreciable familia, de coquetear con una antigua novia para
reclamarle el beso que una tarde de muchos años atrás, por culpa de un flemón, le dejó a deber. Perfecto.
Pero a los débiles siempre se les
coge porque, en el fondo, no suelen ser muy inteligentes. Y cuando todo estaba muy
a su favor, sobre todo porque los cuerpos de los pequeños no aparecían, y los
restos encontrados en la hoguera de su cortijillo eran, según la experta
forense policial, nada menos que con treinta y tres años de servicio, venida de
Madrid, de animalillos, aparece, diez meses después, el ángel de la justicia implacable
con nombre y apellido (el doctor Francisco Etxeberría) para exponer, sin ningún
género de duda, que los huesos hallados en Las Quemadillas eran inequívocamente
de seres humanos. Y todo resuelto. La puerta en las narices.
Estuve en
el juicio. Pude hacerme de una acreditación y asistí a varias sesiones. Vi y
escuché la declaración de testigos, forenses, arqueólogos, antropólogos... así
como las llamadas telefónicas que fueron grabadas y los vídeos pertinentes... Vi
cerca de mí, a dos pasos, al hombrecillo exmilitar que sirvió en Bosnia y se
emborrachó de violencia porque las guerras siempre inyectan ardores feroces y ciegos
en las venas. Entró y salió una y otra vez en la sala escoltado y esposado sin fijarse
en nadie... Ahí, enclenque, pusilánime, sin apenas gesticular... Ahí, un cuerpo
reptando hacia su propia escoria de muladar. Ahí, todo un ser despreciable y
aborrecible que es capaz de engañar a dos criaturas limpias y puras, sus
propios hijos, lo que más se quiere en este mundo, para después envenenarlos y,
posiblemente aún vivos, quemarlos a más de mil grados. No hay motivo ni
justificación que alcance tal extensión. No puedo creerlo. No puedo. Me
resisto. Aún hoy, que ya no es presunto, sino culpable por unanimidad del jurado,
me cuesta creer que en José Bretón, tan poquita cosa, tan nada, pueda albergarse
un alma tan ruin y tan miserable. No es posible. Y más cuando dice el informe
psiquiátrico que no es un enfermo mental. ¿Entonces? Lo mismo lo que necesita
este hombre, aparte de la cárcel, es un exorcismo. En sus ojos, profundos e
intimidatorios, si te acercas un poco, se pueden ver las tremendas llamaradas del
fuego del infierno y en ellas a Satanás danzando el baile de la serpiente canalla.
Terrible.
¡totalmente contigo, amigo Ramón¡¡Satanás dentro de él o él entregado a Satanás¡¡
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