Ninguno de los nacidos después de 1945 ha vivido una guerra mundial. Un largo periodo de paz ha venido dándose en el mundo desde entonces. Eso sí, numerosos conflictos bélicos han continuado surgiendo en puntos concretos del planeta, pero ya no a la manera de un enfrentamiento generalizado capaz de cosechar millones de muertos y dejar a su paso una estela internacional de hambre, miseria y dolor.
Sin embargo, el destino nos tenía preparado algo, si no peor, sí semejante, parecido; algo tremendamente horroroso: el coronavirus.
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Es un enemigo mucho más peligroso de lo que nos dicen los medios de comunicación, siempre al servicio del poder, atril desde donde enviar consignas y muro de contención para evitar descontroles, altercados y desórdenes.
Un enemigo contra el que no se sabe cómo defenderse. Algunas naciones están haciéndolo mejor que otras, no cabe duda, pero los confinamientos, el cierre de establecimientos, los estados de alarma, los toques de queda…, no son más que palos de ciego. De nada sirve que una ciudad entera o un país quede encerrado en sí mismo por un tiempo determinado si a la vez o incluso después se tiene o se vuelve a tener contacto con otras personas infectadas. La única manera de erradicar el virus de modo efectivo y total sería encerrarse toda la humanidad al completo una cuarentena sin asomarse siquiera a la ventana. Ni para aplaudir. Harta barbaridad, ya lo sé, algo imposible, pero todo lo que no sea eso es ir jugando a pasar las hojas del calendario a ver si sucede algo imprevisto o llega alguien y nos libera y acaba con este bicho tan traicionero.
Un enemigo que, según opinan los expertos, ha venido para quedarse. Un enemigo, en fin, para el que no hay, por el momento, remedio seguro. Se habla de que cuando llegue una vacuna todo volverá a ser como antes. Y no es cierto. Para volver a la total cotidianidad que veníamos disfrutando harán falta años. Las vacunas, para ser plenamente seguras, necesitan numerosas comprobaciones. El virus, además, puede mutar, por lo que la vacuna de hoy puede no servir para mañana, como sucede con la gripe. También está por ver el tiempo de efectividad. La medicación, para contrarrestar la enfermedad, está en pañales. Las secuelas que deja apenas si se conocen. Incluso no se sabe bien el comportamiento del virus ni cuánto dura la inmunidad del que ya la ha padecido, algo que solo se sabrá con certeza mediante estudios detallados en larga duración.
Y a todo esto, la tremenda ruina económica a la que nos está llevando. Y los graves problemas sociales que nos está trayendo. Y las enfermedades sicológicas que anda causando y de los que nada se nos dice para no alarmarnos aún más. Y la desconfianza que nos ha sembrado. Y el miedo que nos ha invadido. Y la tristeza que vestimos. Y el dolor que derramamos. Y el llanto que ocultamos…
Como en una guerra. Una guerra terrible y angustiosa, con sus bombardeos y sus disparos y sus heridos y sus cadáveres. Una guerra que, aparte de todo, nos está mostrando la verdadera cara del ser humano. Y nos está descubriendo, de paso, la irresponsabilidad de muchos de nuestros jóvenes, consentidos, egoístas e insensatos. Y a la vez, el buenismo de los tontos, que la niegan o la subestiman. Y también el fanatismo de otros que, por política, intereses diversos o por simple cobardía, prefieren meter la cabeza bajo el ala y llamar alarmista y descerebrado a cualquiera que intente decir las cosas como son, como hizo, no hace mucho, el prestigioso doctor Cavadas en televisión, y a quien llamaron de todo. Una pena.
Una pena como esta pena de estar viviendo, se quiera o no, una auténtica tercera guerra mundial, más mundial que nunca.
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