En el evangelio del domingo pasado, se nos dice, por boca del evangelista Marcos, que Jesús subió a una barca pidiendo ir a la otra orilla y que otras barcas lo acompañaban. Para añadir que, ya de camino, se levantó una fuerte tempestad hasta el punto de que las olas llenaban de agua la nave y poco faltaba para que se hundiera.
Asustados los discípulos y viendo que su Maestro seguía placidamente dormido en la popa sobre un cabezal, decidieron despertarlo. “¿Es que no te importa que perezcamos?” Le dijeron. El Señor se levantó, increpó al viento y dijo al mar: “¡Silencio, enmudece!” Y el viento cesó y vino una gran calma. Jesús entonces les dijo a sus discípulos: “¡Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?” Pero ellos, tremendamente asustados, llenos de miedo, se decían unos a otros: ¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!Después de leer infinidad de comentarios al respecto y escuchar alguna homilía, en todos los casos se nos viene a decir más o menos lo mismo, que lo importante es aquello de ir a la otra orilla, de que la Iglesia es la barca que zozobra en determinados momentos de la historia pero nunca se hunde, de la falta de fe y confianza de los discípulos, del poder divino de Jesús, de que yendo con él, en su misma embarcación, no hay por qué tener miedo...
Pero nadie dice nada de las otras barcas, nadie aclara qué fue de ellas, si llegaron a alguna otra orilla, se hundieron en el lago o sufrieron idéntica inclemencia con la posterior calma. Y ese silencio es preocupante en cuanto no eran ajenas, sino seguidoras también de Jesús, a quien acompañaban.
Tampoco habla nadie de la necesidad de que Jesús, el Maestro, deje de dormir en el día de hoy, se levante y detenga la tempestad. Porque falta que hace.
Ya sé que el cristianismo desde su mismo comienzo ha estado en crisis permanente. Pero la de ahora es exagerada. Y más en Europa y Estados Unidos, y ya empieza a serlo también en América Latina. Y, generalizando, este es el desolador panorama: Las familias no siembran la fe en sus hijos. Los templos andan cada vez más vacíos. Los conventos se cierran a diario. Las vocaciones son mínimas. De cada diez bodas que se celebran solo una es por la Iglesia. Los confesionarios están llenos de telarañas. La Eucaristía se pone en duda. Los textos bíblicos suenan a antiguayas. La doctrina eclesial no se sabe cómo adaptarla a los nuevos tiempos. Las tradiciones religiosas son más festivas que vivenciales. Los cardenales andan en luchas de poder, enfrentados. Los sacerdotes en disputas protegiendo sus parcelas de cargos y sus territorios parroquiales, rodeándose de afines y excluyendo a los menos dóciles. Los obispos metiéndose en política a favor de los intolerantes, supremacistas y violentos para ver si, dentro de sus complejos, les perdonan la vida. Los medios de comunicación pagando con indiferencias, burlas y críticas. Y los cristianos que van quedando, cada vez más solos, incoherentes, individualistas, haciendo de su capa un sayo, divididos, más fríos, con más dudas, sin apoyos ni amor entre ellos. Y la Iglesia, en su conjunto, mal vista, desprestigiada, mundanizada, hablando de todo menos de quien deben hablar porque no tiene mancha por donde cogerlo: de Jesús de Nazaret. Con papas a los que los mismos creyentes y la misma jerarquía despotrican. Y cada vez con mayor vehemencia, como lo están haciendo con Francisco, a quien llaman, no pocos, despectivamente, Bergoglio y lo catalogan de todo, desde masón a hereje, deseándole incluso la muerte.
Y el mundo, mientras tanto, en su colorista predicación televisiva, lloviendo violencia, contaminación, destrucción, divorcios, abortos, eutanasias, pandemias, concupiscencias, desenfreno, adulterios, traiciones, engaños, injusticias, egoísmos, desigualdades, odios, robos, asesinatos, confusión... Carpe diem.
Y la barca se hunde. Ya hay un prestigioso intelectual que ha vaticinado que dentro de cien años el catolicismo será una religión de museo. Donde los niños de las escuelas irán para ver cálices, patenas y casullas. No creo yo que se llegue a tanto, pero sí creo que es hora de que vayamos a despertar al Maestro y se levante para parar un poco tanto viento y tanta lluvia y tantas olas que nos hunden... Porque si bien es verdad que hemos de tener confianza en él, tampoco estaría de más que se hiciera notar en medio de tanta niebla y dejara de guardar tanto silencio y tanto ahí os apañéis como podáis.
Así que, Maestro, ¿es que no te importa que perezcamos? Por
favor, despierta, porque ya no es solo cuestión de fe y de no tener miedo, sino
de simple supervivencia.
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