jueves, 19 de mayo de 2022

EL MISTERIO PROCESIONAL

¿Qué sucede en Úbeda con sus procesiones? ¿Qué sería de la ciudad sin ellas? ¿Y de los ubetenses?


Es salir a la calle una imagen acompañada por sus fieles seguidores y sentir que se estremecen las torres y la historia y acudir las gentes en masa al encuentro. Nadie es ajeno al acontecimiento, pocos quieren perderse el desfile y muchos buscan verlo varias veces, atajando por calles y cambiando de acera para más empaparse de los detalles. Y de no poder ir a verlo, quedarse en el corazón un arañazo de desconsuelo.


Y entre las procesiones en Úbeda, las de Semana Santa. Y dentro de la gran Semana, la procesión de procesiones, La General, donde, si no había sido suficiente con lo vivido ininterrumpidamente a lo largo de seis días con lo procesionado, pues once repeticiones más, juntas, en la noche del Viernes Santo, llenas de tradición, color, sentimiento y fe. Y aún queda la del Domingo de Resurrección más la del Santísimo. 

 

En Úbeda, los ubetenses, allá donde estén, se obligan misteriosamente a asistir a la cita del primer plenilunio de primavera. Muy pocos son los que viviendo en ella o lejos deciden pasarla en la playa o visitando otras ciudades con mayor esplendor y fama.

Sé de una señora que vive en Estados Unidos, y que poco le falta para cumplir los ochenta, que tiene a gala no haber faltado a la cita ni un solo año de su vida. Su marido, gringo de pies a cabeza, la ha acompañado, resignado y atónito, todas las veces, sin llegar a comprender ni por asomo cómo es posible que sabiendo lo que se va a ver, los mismos ropajes, las mismas imágenes, las mismas estructuras, los mismos recorridos…, con apenas variaciones de relevancia en torno a ello, lo deje todo y se persone un año tras otro como si nunca lo hubiera visto. Y luego, además, llegar a casa y encender el televisor para volver a ver lo mismo una y otra vez, incansable, sin que haya además otro tema de conversación esos días que el referido a los desfiles procesionales y sus particularidades.  


Y es pasar esta fecha… y La Virgen de Guadalupe, la Patrona. Que es llegar a la ciudad, y procesión. Y en el Corpus, procesión acompañando al Santísimo. Y en su festividad, procesión. Y a su regreso al Santuario, procesión… Y San Miguel Arcángel, y la Virgen del Carmen, y San Isidro Labrador, y Santiago Apóstol, y María Auxiliadora, y Don Bosco… Y, entre medias, traslados de Cristos y Vírgenes de una iglesia a otra, o alrededores, con vía crucis o vía lucis, qué más da… 

 

Y hace unos días, promovido por los Amigos de la Semana Santa, “El Sudario”, otra gran procesión general… de niños. Algo extraordinario que lleva teniendo lugar desde hace varios lustros. Cada cofradía presenta sus pasos. Desde el Borriquillo al Resucitado. Todo muy digno, infantil, tierno, simpático, fiel reflejo de sus mayores, imitadores de formas y de fondos, espigas creciendo para ser trigo en los campos de la fe. 

 

Y viendo sus desfiles, sus caras de inocencia, las desarmonías en los toques, sus despistes, incluso los desórdenes internos, me vino a la mente los recuerdos de mis días de niño, donde, de modo espontáneo, sin que nadie nos organizara o nos incitara a ello, por los distintos barrios, constituíamos grupos procesionales vestidos con capirotes informales, largos y ligeros cucuruchos de papel de periódico forrados de papel de seda, y capas del mismo material, con componentes sin distinción de sexo ni de géneros (adelantados al tiempo que fuimos), con bandas en las que llevábamos tambores de latas agujereadas para pasar por ellos el ramal que nos anudábamos a la cintura y cuyas imágenes a las que acompañábamos, rudimentarias, las esculpíamos nosotros mismos con barro cocido al sol y poníamos sobre una plataforma que adornábamos y mostrábamos a quienes se detenían para vernos pasar gozosos, no sin el riesgo, de paso, de encontrarnos con algún aguafiestas que protestaba quejoso por tanto ruido de lateo que hacíamos y tantas vueltas alrededor del mismo sitio. Proceder que han continuado después, en esencia, nuestros hijos y ahora nuestros nietos.  

 

Y esta impronta todos la llevamos en la sangre y dentro del corazón hasta la muerte. Es una hermosa mecha que conservamos en lo hondo del ser, capaz de prender al instante en cuanto oímos un toque de tambor o el son de una campanilla, y nos marca y nos identifica y nos ilusiona y nos obliga y nos llena de vida. Es la leche procesional que mamamos y siguen mamando nuestros pequeños de ahora para que en el mañana continúen relevando en el testigo a los atletas de hoy que son capaces, a pesar de los tiempos tan confusos, agnósticos, profanos y hasta burlescos que nos están tocando vivir, de seguir sacando a la calle, con sentido de religiosidad, dignidad, respeto, caridad, esperanza y tradición, aunque también con sus muchas necesidad de mejoras, a nuestro Señor y su santa Madre en sus distintas advocaciones, así como a otros santos. Renovando en nuestras almas los sentimientos y sueños que sembramos en aquel pasado y revivimos con gozo cada vez que una procesión nos sale al paso. 

 

¿Comprende ahora mi amigo el americano el porqué de esta locura y esta necesidad tan imperiosa y misteriosa de ver, una y otra vez, lo que ya tenemos visto y no nos cansa?  

 





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