Me cansa la vida.
Nada nuevo sentimos que no lo hayan sentido ya los grandes poetas.
El mes de enero, en su segunda quincena, se nos hace demasiado cuesta arriba y el desánimo nos invade.
Me viene entonces a la mente los tres cantares que Antonio Machado envió a Unamuno en 1913, tan sencillos como geniales.
I
Señor, me cansa la vida,
tengo la garganta ronca
la voz de la mar me asorda.
Señor, me cansa la vida
y el universo me ahoga.
Señor, me dejaste solo,
solo, con el mar a solas.
II
O tú y yo jugando estamos
al escondite, Señor,
o la voz con que te llamo
es tu voz.
III
Por todas partes te busco
sin encontrarte jamás,
y en todas partes te encuentro
sólo por irte a buscar.
Señor, me cansa la vida. Y a tanto llegamos que hasta se ha catalogado a nivel mundial el tercer lunes de enero como el día más triste del año. Dicen que porque la Navidad quedó atrás, no hemos sabido poner en práctica los cambios de vida propuestos, la cuesta por habernos gastado el dinero se empina demasiado, la nostalgia de los hermosas días nos invade y la falta de sol viene encima a coronarnos de melancolía…
Puede, pero también puede que influya el rumbo perdido, el desorden de los tiempos, el hartazgo ante tanto amasijo de noticias, la amalgama del calendario… Estamos saturados, agobiados y abrumados.
No puede ser que los tiempos se superpongan, que vayamos por delante de los años y los meses y las semanas y los días. No puede ser que estemos, recién terminado el verano, comiendo polvorones y cantando villancicos; en Navidad preparando el carnaval mezclado con la Semana Santa; en Semana Santa hablando de las romerías y del Corpus y de la feria…, y en la playa, quemados por el sol y achicharrados por el calor, comprando los décimos de lotería del 22 de diciembre… “porque mira que si toca aquí”. Horroroso.
Todavía peor, ante esta visión borrosa del almanaque, resulta que ya todo es una sola cosa, todas las etapas se hacen globalidad. Es decir, es Navidad, carnaval, Semana Santa, romería, Corpus, feria… todo a la vez, todo se nos mezcla, todo se junta… y aparte de perder el sentido de la armonía, tanto batiburrillo nos embriaga, enloquece… y nos cansa.
Y este cansancio, casi hastío, nos hace no disfrutar de los momentos como se debiera. No los paladeamos ni gozamos…, y hasta nos llegan a pesar. De ahí que no nos extrañemos de que, cada vez con mayor frecuencia, no sean pocos los que huyen de las fiestas y se pierdan por lugares tranquilos, sobre todo los mayores que, aparte de no sentirse con las fuerzas debidas, ante este desbarajuste sienten que este ya no es su mundo.
A mí, la verdad, no me cansa la vida. Me cansa esta locura de no saber dónde tenemos la mente ni dónde el corazón…, y, sobre todo, me cansa el gran vacío que ahora nos muestran todas estas fiestas que antes me resultaban entrañables y llenas de sentido.
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