Delante de la fachada del famoso Hospital de Santiago hay un
árbol espectacular, sorprendente, frondoso, cuidado y lleno de vitalidad... Se trata de
un laurel al que muchos, ya un poco entrados en años, conocimos pequeño,
diminuto, inocente, como si de un niño se tratara asido a la vida. Cada año el
árbol, regado por la mística y la cultura que el edificio rezuma, por el sol
brillante, como el de la infancia de Machado, y la templanza de la noches a la
luz de unos focos místicos que le ponen alas a las torres sobre el horizonte de
cerros misteriosos, se ha hecho mayor, adulto, como un galán crecido en los
brazos de los sueños, y está ya tan sublime, tan por encima de todos los demás
árboles del pueblo, que a medida que él ha ido creciendo y engalanándose en su
verdor de oro mitológico, la fachada del viejo Hospital se ha ido menguando en
su armonía, equilibrio y sobriedad... Hasta el punto que el monumento que mandara
construir el generoso obispo don Diego de los Cobos ha quedado un tanto desfavorecido
y desfigurado.
¿Y ahora
qué? Menudo dilema para este pueblo nuestro. ¿Qué hacemos con este laurel tan
atrevido y descarado que ha llegado hasta el punto de hacerle sombra a tan
insigne monumento? ¿Qué hacer con él? No haya preocupación. La solución, por
más que haga surgir comentarios a favor y en contra que vengan a dividir a la
ciudadanía, por muchos ríos de tinta que corran, por más que los ediles y
técnicos anden una y mil noches sin dormir buscando la solución, es inalterable
y está escrita en el libro del destino de esta ciudad tan orgullosamente
histórica.
Y no será
la primera ni la última vez. Ya nuestro admirado Antonio Muñoz Molina, denominó
a Úbeda como ciudad arboricida. Aquí, todo árbol que crezca más de la cuenta, que
sobresalga, que se atreva a destacar más allá de la escala de la vulgaridad, que
decida transgredir las medidas de lo política y socialmente correcto, debe
saber que está condenado al corte, a ser leña, astillas para el fuego del
olvido... Y si el árbol fuera tan majestuoso y extraordinario, tan rico de
aventura, que dijera Federico García Lorca, que cortarlo significara un hecho
cercano al crimen clamoroso, entonces se le trasladaría a otro sitio, en las
afueras, cercano a algún rincón donde pasar inadvertido, lejos, a modo de un
exilio disimulado; como, por ejemplo, y tratándose del laurel tan soberbio del
que hablamos, arrancándolo y llevándolo al corral del mismo Hospital. Espacio
éste por el que, parece ser, se inclinan algunos de nuestros sensatos
gobernantes, notarios siempre, más que de la verdad, de las injusticias. Aunque
otros, buscando contentar a todos, aboguen por dejarlo donde está, pero
podándolo hasta la indignidad y la vejación, que sería aún más triste.
Está visto, amigos. No se puede ser
árbol frondoso, ni se puede destacar ni sobresalir... Si el laurel hubiera sido
más inteligente se hubiera quedado pequeño, siempre niño, todo lo más
adolescente, envuelto en la clorofila de la mediocridad..., entonces, al no
hacerle sombra a monumento alguno, hubiera sobrevivido y conservado íntegramente
la corteza y las hojas, disfrutando siempre de un lugar privilegiado. Pero por
listo, ¡hale!, a la hoguera o al destierro, o a mutilarlo hasta el ridículo y
la humillación, ¡qué más da! El caso es que, el pobre, está condenado sin
remedio. Y para que aprendan los que me leen, si es que aún no se han enterado,
les dejo esta moraleja con rima:
Árbol
nacido en el pueblo
bajo
el sol de su consorcio,
si no quieres
ser cortado
o arrancado de
tu entorno,
no destaques,
ni triunfes,
ni hagas
sombra al poderoso.
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