Hay gente valiente, muy valiente. Tan valiente que es capaz de coger un rifle con mira telescópica, vestir traje de verdes sucedáneos y
salir al paisaje bellísimo, repleto de hermosura y grandeza, para esconderse
detrás de algún montículo artificial, y, allí, poner la vista en un animal
majestuoso, libre, elegante, tan asombroso que es capaz de cruzar por los
arroyos y senderos mostrando su cornamenta labrada a base de primaveras y
amores encendidos, una y otra vez, hasta convertirse en un símbolo acorde con
la grandeza de la vida que le rodea.
Hombre y
ciervo en lucha desigual, indigna, innecesaria, traidora.
Entonces el
valiente, lejos, sin acercarse demasiado, no sea que tan peligroso animal, con
su cornamenta, le reviente, a base de ejemplo y amor limpio, la suya de
energúmeno, y lo ridiculice hasta humillarlo, va y se acomoda el rifle en su
hombro de guerrero de la galaxia, y cuando lo siente firme, como droga
miserable que embriaga el alma de soberbia y orgullo vano, mira por el teleobjetivo,
hasta ver la cabeza del ciervo en el centro de una cruz anunciadora de muerte
sucia, una cruz amenazante y fría, la cruz más miserable de cuantas conozco. Y
qué bien. Ahora, a palpar el dedo sobre el gatillo helado y sentir la emoción
de la más inmunda gloria por las venas. El corazón le late. La boca se le queda
seca. Los ojos le brillan. Es tanta la batalla, la lucha encarnizada, el
desafío sin tregua..., que es inenarrable la felonía. Qué valiente el valiente.
“Ya lo tengo”, esputa por la lengua. “Este cabrón no se me escapa”. Y zas. Un
disparo atronador que hace que corran volando por cielo y tierra todos los
animales a diez kilómetros a la redonda. Animales en lucha por la
supervivencia, desde luego que sí, lucha terrible, no cabe duda, pero marcada
siempre por las armas de la dignidad, la honradez y la nobleza.
Y ya está.
Ante el vació de la huida, sólo queda tirado por el suelo el maravilloso
animal, con los ojos todavía entreabiertos, mirando al horizonte de la nada,
haciéndose preguntas, maldiciendo la hora en la que el hombre dejó de ser
animal para convertirse en piltrafa. La victoria es grande. El valiente es
felicitado. Los enanos que le rodean lo vitorean al tiempo que le colocan sobre
la frente la corona de laurel del
gladiador consagrado. Y entonces él, tan valiente, tan sinvergüenza, va y con
un cuchillo le corta los testículos al animal abatido y, aún calientes, chorreando
sangre, se los coloca sobre su cabeza de chorlito, y, sonriente, orgulloso de
la vil hazaña, se hace una fotografía marcando con sus manos la uve de victoria
por doble partida.
Sí señor,
con un par... Y encima es concejal del PP, político, uno más de esos que andan
en el poder para dar ejemplo –ya ven– y servir al pueblo, su pueblo, que no es
otro que el formado por él, su santa
madre, los cuatro de su familia y tres amigotes más. Así, como les digo. Aquí
lo tienen. Presumiendo. Con dos cojones sobre la cabeza el tío. Sólo dos. Los
de un ciervo muerto, abatido a traición, que son los únicos que tiene el valiente.
Mi más sincera enhorabuena por el artículo. Por desgracia, un descripción impecable de la casta política que nos gobierna.
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