Una mañana, hablando con un viejo solitario en el parque, al
salir la conversación acerca de Dios, éste me declaró haber sido durante muchos
años un creyente fiel y cumplidor, pero que ahora era un “agnóstico perdido y muerto”. Yo le quise invitar de nuevo al
camino de la fe basándome en que siempre se puede volver al Padre, que nos
espera con los brazos abiertos. Y le recordé la parábola del Hijo Pródigo. Él,
entonces, mirándome con cierta pesadumbre, me habló diciendo: “Conozco perfectamente esa parábola del
evangelio, pero yo tengo escrita otra no menos verdadera en mi corazón”. Al
mostrar mi interés por conocerla, expuso:
“Un hombre tenía dos hijos, y dijo el más
joven de ellos: Padre, dame una parte de la hacienda que me corresponde. El
padre se la dio. Pocos días después, el más joven, terminados sus estudios de
abogacía, reuniéndolo todo, y tras decirle al padre que le dejase marchar y que
no quería saber nada de él, partió a una tierra lejana. Allí comenzó a vivir su
vida de un modo completamente libre e independiente.
Pero
el padre, que le profesaba un profundo amor, siempre, desde la distancia,
estuvo preocupado y pendiente de él. Cuando el hijo decidió unirse en pareja,
no casarse, porque consideraba el matrimonio como algo anticuado y retrógrado,
el padre movió los hilos para que conociese a una mujer excepcional. Con ella
tuvo tres hijos, llenos de salud y talento. Pasado el tiempo, la dejó por otra
más joven, con la que tuvo dos hijos más. Cuando un día, por culpa de no pocas
orgías, bañadas de sexo, alcohol y drogas, cayó enfermo, el padre, en secreto,
costeó los mejores médicos para que lo sanasen. También en una ocasión, al
verse denunciado por unos desfalcos que hizo, el padre logró que retirasen las
denuncias. Su vida, por lo tanto, no le iba mal. Vestía elegantemente,
disfrutaba de los mejores coches, tenía casa, chalet, yate... Viajaba con mucha
frecuencia. Gozaba de amistades, e incluso alcanzó grandes reconocimientos. El
padre, haciendo uso de sus influencias, consiguió que el hijo llegase a ser
juez supremo y recibiese honores y galardones en distintos países, y que en la
ciudad donde tenía su residencia oficial, le levantasen un monumento en
gratitud por su labor en defensa de las libertades y la justicia.
En ningún momento el hijo menor tuvo
un recuerdo para el padre ni para la familia. Como si no existiesen.
Por el contrario, el hermano mayor,
que se quedó junto al padre y no quiso abandonarlo, trabajó sin descanso como
jornalero en una de sus muchas fincas. No se graduó en nada. Apenas si tenía
para sus gastos. Su habitación era una de las más normales de la casa. Algunas
veces le pedía al padre que le dejase labrar nuevas tierras más amplias, pero
no le daba permiso. Otras, le rogaba le ayudase a solucionar hechos puntuales,
pero el padre no tenía tiempo. Así que su vida fue tan normal como mediocre. Se
casó después de varios fracasos amorosos, pero no tuvo hijos. Enviudó muy
pronto. Y cuando en una ocasión fue perseguido, apaleado y denunciado
injustamente por disentir con los otros obreros por ser desleales con su padre,
éste no movió ni un hilo porque cada palo debe aguantar su vela. También, las
veces que estuvo enfermo, apenas recibió más atención que la del médico de
cabecera. El hijo mayor no llegó a tener amigos, ni ascendió en el trabajo, ni recibió
aplausos, ni alcanzó honor alguno. Pero todo lo aceptaba con resignación,
humildad y esperanza.
Pasado un tiempo, el hijo menor regresó a casa del padre. Todos creían
que lo hacía porque había reconocido su error. No fue así. Vino a solicitar el
resto de la herencia que le correspondía. Pese a ello, el padre, nada más verlo
a lo lejos, salió corriendo para arrojarse a su cuello y abrazarlo con todas
sus fuerzas. Inmediatamente, mandó traerle ropa cómoda, le regaló un anillo de
oro, le preparó la habitación más lujosa de la casa, mandó matar el mejor
becerro e hizo sonar la música y los coros de la fiesta. El hijo mayor,
entonces, le reprochó a su padre, con el debido respeto, tan extraño, por no
decir injusto proceder. El padre, sin inmutarse, sólo le dijo: Yo soy quien
elijo y quien decido, y nadie eres tú para reprocharme nada.
Y el hijo mayor, que estaba encontrado y vivo, acabó perdido y muerto.”
El viejo se levantó entonces, y
antes de marcharse, clavando sus ojos en los míos, apostilló: “El que tengo
oídos que oiga”. Y todavía, hoy, algunos meses después, le sigo dando vueltas
en mi cabeza a su “Otra parábola del hijo
pródigo”.
El meóllo del asunto en está parabola es el padre, que definitivamente está a años luz del padre de la parabola de la Bíblia, en la cual vemos el caracter amoroso, perdonador y paciente del Padre celestial. En esta "otra version" se ve la disparidad del trato del padre con uno y otro hijo, lo cual termina dañando el corazón del hijo mayor que lo abviamente ve la injusticia de su padre, cosa que Dios no hace, pero si los seres humanos.
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