El domingo, 2 de febrero, a las 10,45 horas de la noche,
fallecía mi amigo Marcelo Góngora. Al día siguiente, en la iglesia de Cristo
Rey, a las 16,30 horas, era su entierro. No me fue posible acudir por
encontrarme en Bruselas. La noticia me llegó estando allí y no pude hacer otra
cosa que rezar por él y recordarlo sonriente por el paisaje de mi alma. Cuando
regresé a Úbeda fui a visitar a su esposa, Salomé, para expresarle mi dolor y
mi tristeza. También subí al cementerio para dejar una flor sobre la frialdad de
su tumba, pero uno de los enterradores que allí trabajan me hizo saber que había
sido incinerado.
Marcelo Góngora era un pintor excepcional, de los mejores de
España. Yo siempre se lo dije. Y si no logró alcanzar la cima de la gloria
del gran éxito que se merecía, fue porque nunca llegó a estar en el lugar
exacto en el momento oportuno. Entre otras razones porque muy pocas veces salió
de su pueblo.
Pero a mí, ahora, lo que me importa no es el Marcelo pintor,
ni el imaginero, ni el escultor, ni el cantante, ni siquiera el actor que
compartió conmigo papeles inolvidables, como San Juan en “Maranatha”, o fray
Fernando de la Madre de Dios en “Una llama que no cesa”, o El Arte en “Úbeda: Dama
de Sueños”, o el Ángel Gabriel en "Natividad"; tampoco el Marcelo del grupo “Sembradores de la Alegría”, desde el
que hacía vibrar a los ancianos con sus boleros y melodías exquisitas… A mí me
importa en estos momentos el Marcelo hombre, el que hablaba conmigo desde la
sencillez, la experiencia de las batallas perdidas y los temores de su corazón.
Marcelo se creía eterno. Jamás hablaba de la muerte. Ella no existía en su
calendario. Él era una persona atrapada en sus fobias, sus manías, sus
aprensiones…, sus sueños. Propio todo, no de un ente vulgar, sino, por contrario,
de un hombre especial con demasiadas cicatrices en la entraña. De un ser que,
ya desde niño, fue duramente golpeado por el dolor, el hambre y el verse
huérfano de padre. Que de joven supo aprender sin descanso de la sabiduría de
su maestro, Paco Palma Burgos, y dar lo mejor de él mismo. Que de adulto se
hizo respetar desde su impecable elegancia y su porte de artista extraordinario.
Y que ya de mayor supo volar por la nostalgia de sus propias transparencias
llenas de colores.
Al final, poco antes de su partida al infinito, pude
visitarlo en su estudio. Hablamos de muchas cosas, tantas que hasta me habló de
Dios… De ese Dios especial para él, propio suyo, muy humano, particularmente
divino. Y cuando nos despedimos, él se quedó algo triste, porque aunque me
pidió que de nuevo volviésemos a hacer teatro, sabía, desde algún rincón de sus
adentros, que ya sería imposible. Yo…, yo me alejé dándole ánimos, pero rota la
sangre. Algo me decía que era nuestra despedida en este mundo. La sombra de la
guadaña estaba ya dibujada con demasiada fuerza en las pupilas de sus ojos.
Adiós, Marcelo, hasta pronto. Nos volveremos a ver para
seguir continuando nuestra hermosa amistad y seguir hablando de nuestras cosas, de
nuestras muchas cosas. Y para que tú me sigas llamando, inmerecidamente, “maestro”,
y yo a ti, con todo merecimiento, “genio”. Descansa en paz, amigo.
Muchísimas gracias Ramón. Un fuerte abrazo. Salomé Góngora
ResponderEliminarBellas palabras para un amigo y para un maestro del arte de la pintura y escultura.., siempre le recordaremos..., d.e.p. amigo Marcelo.
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ResponderEliminarRamón gracias por saber expresar lo que nosotros sentimos y no somos capaces de llevarlo al papel como tú. Mi recuerdo y oración para Marcelo y mi abrazo para toda la familia.
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