¿Qué les voy a contar, amigos? Que parece como si el destino
quisiera arrancarnos el corazón a cuchilladas limpias y salvajes. Porque ahora,
a los pocos días de enviar a la muerte para llevarse a dos de mis grandes
amigos, la ha mandado para llevarse a una amiga que no dedicaba su vida más que
a hacer el bien.
Venía mi amiga Toñi de atender a los perros expósitos, esos
seres abandonados que nadie quiere y se recogen, para que no sean sacrificados,
en una perrera donde unas personas generosas y de espíritu grande los atienden,
los cuidan y los alimentan sin pedir nada a cambio.
Venía mi amiga Toñi, junto a dos amigos, por la infame
carretera que une la aldea de Santa Eulalia con Úbeda, cuando otro coche, tras
girar la curva en día de suelo mojado, se deslizó contra ellos con tan mala fortuna que
sólo ella quedó con los ojos abiertos mirando al infinito para siempre. Fue de
golpe, un tris, una milésima de segundo. Lo suficiente como para mirar al fondo
y ver que a lo lejos dejaba ya para nunca su casa de campo, donde vivía con su
José María del alma, su esposo amado, y abandonaba a sus perrillos galopando
por el jardín de los silencios, y se alejaba de la estela de su hija, su única
hija, Cáterin, que ya venía, sin saberlo, desde Rusia con amor para darle su
último abrazo.
Tremendo todo. Injusto todo. Increíble todo. Ciego todo, a
no ser porque, en sueños, yo he visto el cielo de los perros, ese lugar donde
anda el perro cojo y callejero del poeta Manuel Benítez Carrasco paseando con
su muleta de plata que le regaló San Roque. Y está Rin Tin Tin, haciendo
películas inmortales. Y Laika, la astronauta incansable, viajando por nuevos
mundos. Y Calafate, tan fiel que vivió por nueve años junto a la tumba de su
amo, muerto por un accidente de trabajo, hasta morir junto a ella, y ahora
pasea junto a él por la orilla del mar eternamente en calma. Y está Ajax, con
su medalla de honor colgada al cuello. Y hasta están los chuchos hambrientos
que lamían las llagas del pobre Lázaro del evangelio. E incluso están Pluto, y
Scooby Doo, y los ciento un dálmatas… vestidos sin descanso de dibujos y
emociones. Ese cielo donde todos los perros buenos llegan a descansar en paz por
los siglos y viven con dignidad porque hasta allí acude cada tarde también el
pobre de San Francisco de Asís para llamarles hermanos. Ese cielo de espuma a
donde ahora ha llegado Toñi para compartir con tan fieles animales las mágicas alegrías
de la sencillez… Perros todos que, nada más verla aterrizar, se han lanzado a
ella, con ladridos gozosos, para curarle las heridas de los cristales rotos,
vestirla de reina y subirla en un trono de rosas blancas para coronarla con una
diadema de estrellas inmortales.
Otro amigo más que ya tengo en el cielo. Y otro menos aquí
en la tierra. Tremendamente dura esta carga de coleccionar poco a poco
demasiadas soledades.
Rezo por ti, Toñi, para que tú, desde el cielo de los perros
santos, pidas por los que aquí vamos quedando al Dios creador de todo lo
visible y lo invisible. Que así sea.
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