Cuentan que un
caminante llegó, después de muchos años de andar buscando un sitio donde
pudiera aprender el secreto de los pájaros, a un pueblo perdido en la sierra,
cerca del mar. Le gustó el ambiente. Las gentes parecían amables, las plazas
tenían un cierto aire romántico, como dormidas en los siglos, y el paisaje que
lo rodeaba invitaba a la meditación y la paz. Incluso presentaba por la parte
norte, mirando a las aguas inmensas y azules, un desfiladero de gran altura y
tremendamente escabroso. Lugar donde el caminante se dirigía todos los días,
sobre todo al amanecer o al atardecer, y se sentaba cerca del filo para poder
estudiar con más detalle el vuelo de las aves.
Pero se equivocó. Cuando pasó un
cierto tiempo, los habitantes del pueblo comenzaron a criticarlo. Que si era
muy callado, que si no visitaba los bares, que vestía muy raro, que siempre
estaba leyendo, pintando o tocando una vieja armónica… Y mucho peor, no tardaron
en llegar las calumnias: que si era un brujo que por las noches invocaba al
diablo, que se le estaba poniendo cara de jilguero, que bebía sangre…
Hasta que un día estalló una
tremenda tormenta cuyo granizo, más que granizo bolas de hielo, casi destroza
el pueblo por completo. La rabia era inmensa. El odio enrojecía los ojos y los
corazones. Las ganas de encontrar un chivo expiatorio, impresionantes. Y claro,
todas las miradas se pusieron en el perfil del caminante, culpable sin juicio
de todos los males. Fueron a la casa. A patadas rompieron la puerta. Lo sacaron
a empujones y lo llevaron, a golpes de pedradas, insultos y desprecios, incluso
de escupitajos e insultos, hasta el acantilado. Lo mejor para todos era
arrojarlo y que se lo comieran los buitres.
Y así fue. Todos a una lo llevaron
al precipicio. Y, sin miramientos, entre varios, que lo tomaron como a un saco
de carne, lo lanzaron al abismo… No lo vieron caer. La pendiente era demasiado
vertical como para asomarse. Y se marcharon. Pero de repente, un niño que
volvió la cabeza gritó: “Mirad, el forastero va volando”. Y al girarse, todos vieron
que a lo lejos, elevándose hacia las nubes, como un fénix de luz, el forastero
ascendía mientras un puñado de pájaros iba delante a modo de un cortejo de
eternidad.
Desde que era niño soñé con volar. De joven, Juan Salvador Gaviota fue mi ídolo. Más tarde, cuando vi que sobre mi balcón las golondrinas construyeron varios nidos que podía tocar con la mano, y que después de cada invierno regresaban, supe que ellas me comprendían. Es como si me estuvieran diciendo que me consideraban su amigo y confiaban en mí. Hoy, después de muchos viajes por senderos y caminos diferentes, y llegar a pueblos perdidos, comienzo a darme cuenta de que las piedras, los escupitajos, los insultos, las calumnias… ya no me afectan… Lo mismo es que comienzan a crecerme alas en el alma y puedo volar cuando las sombras me lancen al vacío.
Desde que era niño soñé con volar. De joven, Juan Salvador Gaviota fue mi ídolo. Más tarde, cuando vi que sobre mi balcón las golondrinas construyeron varios nidos que podía tocar con la mano, y que después de cada invierno regresaban, supe que ellas me comprendían. Es como si me estuvieran diciendo que me consideraban su amigo y confiaban en mí. Hoy, después de muchos viajes por senderos y caminos diferentes, y llegar a pueblos perdidos, comienzo a darme cuenta de que las piedras, los escupitajos, los insultos, las calumnias… ya no me afectan… Lo mismo es que comienzan a crecerme alas en el alma y puedo volar cuando las sombras me lancen al vacío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario